No hay duda de que este gobierno ha llegado a los más extremos límites de la sinrazón. Y no pretendo hacer una frase agresiva, es una convicción. Ella se basa en dos premisas simples: el populismo es por naturaleza, léanlo en Ernesto Laclau, sacerdote mayor de su “teoría”, un saco de gatos, valga decir, una ideología que se permite apropiarse de cualquier creencia con tal de que tenga un aceptable nivel de apego en las masas. No importa que conviva con sus más antagónicos conceptos en el cuerpo de su discurso, lo contrario sería un “dogmatismo” que perjudicaría el acceso o la permanencia en el poder. Ya hemos visto a Chávez, ejemplo de ejemplos, definirse ateo y, tornando los ojos, besar crucifijos e invocar deidades telúricas; o hacer genuflexiones al comunismo puro y duro y proponer leales confluencias con empresarios capitalistas nacionales y foráneos, etc. Exclamativas contradicciones lógicas, “una proposición y su contraria no pueden ser al mismo tiempo y en el mismo sentido”, rezan los manuales. O, dicho más claramente, el populismo es por naturaleza mentiroso, demagógico.
Pero agregaría, segunda premisa, que en la medida que el populismo se siente derrotado en la contienda política aumenta su necesidad de mentir para ocultar su debilidad. Y por ende sus falacias y engaños no solo se multiplican sino que se hacen más desvergonzados; por tanto, cada vez más intragables para sus destinatarios. En consecuencia, contraproducentes para sus fines ya que para que la mentira sea eficaz necesita disfrazarse de verdad. La sofística es ese arte de justificar, maquillar cualquier afirmación para hacerla digerible, invento de los griegos, que inventaron todo saber, ¡hasta la posverdad! Pero ello tiene sus límites, la demagogia suele descolorarse con el absurdo.
Como en este gobierno la indecencia populista y la debilidad terminal de su enfermedad son enormes, necesariamente se concluye que ha perdido hasta el mínimo de coherencia racional. Se hace una constituyente para implantar con los peores utensilios ilegales una auténtica tiranía y se habla de paz y reconciliación nacional, mentira enorme y atroz. La cual va a tener una concreción esencial en una legislación en curso “para erradicar el odio”, que es ella misma una pócima criminal para acabar con los adversarios, por sus acciones legítimas y hasta por su derecho de pensar y expresarse. Olvidando de paso que fue el comandante eterno el que convirtió el juego político bastante frío de fines del puntofijismo, que no lo fue siempre, en un nido de serpientes. Basta oírlo unos minutos, más es una heroicidad, para sentir sus venenos y resentimientos, su mente militarista y su ferocidad egolátrica. (No deje de ver una cuña televisiva oficialista larguísima, de una familia a la que la ultraderecha le quemó la casa y solo sobrevivió por intervención de los cielos el retrato de Chávez en esa actitud tan suya, dicen, de perdonar siempre. Además, es una joya de la cursilería nativa, genial).
Los voceros de esa noble labor de sustituir el odio por el amor, paradoja inigualable de los torturadores y asesinos de marchistas que clamaban por que el pueblo se expresara, no esconden –la inteligencia no es su divisa– que dicha justicia es para aplicársela a los otros, a los que han optado por la libertad y la constitucionalidad. Se podría ser más prudentes sin dejar de ser viles: “Se aplicará indistintamente a todo aquel, sea cual fuese su ideología…”. Pero no, para qué, se trata de alcanzar la tierra arrasada antes de que se les caiga el techo de la historia encima y salgan a la luz la verdad de todos los pecados. No hay tiempo para enmascaramientos institucionalistas, ni siquiera como los que practicaba el Eterno.
Por otro lado, Maduro llama a diálogo nacional y, a lo mejor, habrá elecciones regionales. Una cosa y otra tienen dentro trampas en cantidades que habría que sortear para sacarles algún provecho. Pero me atrevería a decir que estos caminos que se bifurcan no son más que la desesperada búsqueda de una salida de los masacradores del país en la que puedan salvar la vida al aire libre y los placeres de la bolsa mal habida.
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