El 73 aniversario del 18 de octubre pasó sin pena ni gloria. Se comprende, estamos imbuidos en una problemática sumamente grave y compleja que nos impide dirigir la mirada hacia otros asuntos que vayan más allá del aquí y el ahora.
Pero teniendo en cuenta que esa fecha constituyó un punto de quiebre en la historia política venezolana, sobre la cual la historiografía venezolana está llena de abundantes y apasionadas páginas, creería que amerita algunas reflexiones. La primera tiene que ver con la permanente disyuntiva entre golpe de Estado y “revolución” que a mi entender plantea un falso dilema, porque se trató de un golpe de Estado que condujo a un democrático proceso de transformaciones. El hecho de que se tratara del derrocamiento del gobierno de Isaías Medina Angarita que había dado muestras de una significativa evolución en materia social, económica y política en comparación con sus predecesores le imprimió un matiz negativo a los participantes en su derrocamiento. La decisión de un grupo de líderes de AD encabezados por Rómulo Betancourt de unirse a la asonada golpistas de militares en búsqueda de reivindicaciones se convirtió en su pecado original.
Pero, independientemente de ello, a partir de esa fecha se impulsará el proceso de transformación social más importante de la historia de la Venezuela moderna en el que se produjeron los mayores progresos en materia educativa, de salud pública, de ingreso de las masas a la vida nacional, y se constituyó además en una referencia democrática dentro de un continente plagado de dictaduras. Y sobre todo habría que subrayar el logro inaugural del voto universal, directo y secreto, piedra angular de toda arquitectura democrática; así como consolidación de organizaciones sindicales, gremiales, estudiantiles entre otras. Así lo reconocen la mayor parte de los historiadores del siglo XX venezolano, entre los cuales destacan Manuel Caballero, Luis Castro Leiva y Germán Carrera Damas.
Pero justamente la amplitud y profundidad de las progresistas medidas señaladas afectaron poderosos sectores de la vida nacional, lo que, unido a la forma excluyente y sectaria como fue manejada la innegable mayoría con la que se contaba, fueron el caldo de cultivo para el derrocamiento en noviembre de 1948 del gobierno de Gallegos que había sido recién elegido en febrero del mismo año. Lo derrocaron los militares que habían sido sus aliados, pero que ahora tenían un proyecto político y ambiciones distintas. El golpe no encontró resistencia popular y sí el apoyo en importantes sectores de la vida nacional y regional, que se sentían amenazados tanto por el proyecto como por un ejercicio abusivo del poder.
Lo que siguió no es ajeno a esa significativa querella de 1945. Diez años de dictadura. El derrocamiento de Pérez Jiménez en 1958 al cual siguieron cuarenta años de democracia iniciados por una coalición que trató exitosamente de no repetir el sectarismo del pasado y con programas de gobierno más moderados y paulatinos que, a pesar de sus innegables logros modernizadores, en sus últimos años produjo crecientes frustraciones motivadas por el abandono por parte de las élites gobernantes de los intereses de los sectores populares. Sobre todo en su etapa postrera es posible encontrar una fase de sensible debilitamiento de los fundamentos esenciales de la democracia, y el renacer de viejas taras históricas que contribuyeron a la instalación de esta enorme tragedia que vive hoy Venezuela.
Pero a pesar de haber perdido el derrotero, los propósitos democráticos siguen allí a la espera de otra mañana, ojalá pronta, que inaugure una nueva etapa del difícil andar de historia republicana hacia un país libre e igualitario.