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Y en el octavo día Dios creó a las abuelas

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Todo aquel que haya tenido la dicha de tener una abuela en sus tiempos infantiles tiende a recordarla con gran cariño. Algunos dicen que las abuelas son maravillosas porque son consentidoras. No tienen la responsabilidad de la disciplina que tienen los padres y por ello son unas perfectas alcahuetas. Y en caso de regañarnos lo hacen con tal cuidado que es como si no lo hicieran. Yo doy gracias a Dios por haber conocido a mis dos abuelas.

A mi abuela materna: Mamaca (Blanca Vicci Oberto, 1924-1997) la veía todos los sábados cuando la visitábamos, pasábamos Nochebuena junto a ella y la gran familia, y al principio de mi adolescencia viví dos años en un anexo de su casa. A mi abuela paterna (Carmen Teresa Betancourt Aparicio, 1916-2003) la visitábamos por lo general los domingos, pero lo más importante para mí es que desde los 7 años comencé a pasar como mínimo un mes de mis vacaciones en su casa e incluso viví un año a su lado en mi adolescencia. Ambas influyeron en mí formación, pero a mi abuela Carmen Teresa no hay un día que no la recuerde. La sigo queriendo y mi personalidad está impregnada de su ejemplo y enseñanzas. Sirva la siguiente semblanza de su vida como un humilde homenaje lleno de agradecimiento.

Carmen Teresa nació en Maturín (estado Monagas), en una de las haciendas que estaban en los límites de la ciudad. No fue criada por su madre porque ella murió cuando mi abuela tenía un año aproximadamente. Su educación no pasó de los primeros grados. Por lo poco que me contó, conoció a mi abuelo (que le llevaba quince años) al final de su adolescencia y se casaron rápidamente. Siempre fue ama de casa, se dedicó a cuidar a su esposo y a los dos hijos varones que tuvo con él. Sus primeros años los pasaron en el estado Sucre y ya para los años cincuenta se establecieron en Caracas. Todos los testimonios acerca de mis abuelos y la forma en que ella hablaba de él solo me han confirmado que se quisieron muchísimo. Mi abuela lo sobrevivió 28 años y nunca dejó de querer a Balladares, que era como ella lo llamaba.

Mi abuelo era un comerciante emprendedor que incluso tuvo interés por la política, de manera que apoyó los gobiernos del general Isaías Medina Angarita y del teniente coronel Carlos Delgado Chalbaud. Con el primero fue jefe civil de Río Caribe (estado Sucre) y allí los adecos lo encarcelaron el 18 de octubre de 1945 por unos días, razón por la cual mi abuela jamás simpatizaría con el partido de Rómulo Betancourt. Con el gobierno de la Junta Militar sería gobernador del estado Cojedes, pero a partir del magnicidio se dedicó de lleno al emprendimiento y trabajando falleció en 1975.

Al año de haber enviudado mi abuela se fue a vivir al anexo de una casa muy grande en la urbanización Las Acacias, cuya dueña era otra viuda con la cual entablaría una larga amistad y que pasaría a ser como su familia: Josefina Medina de Olivieri. Allá la iba a visitar en mis vacaciones y vivía sus rutinas, entre las cuales estaba verla despertarse cuando todavía estaba oscuro y pasar una hora rezando. Después se iba a la cocina y me preparaba el desayuno. Al mediodía almorzábamos con la señora Josefina (siempre a las 12:00 m en punto) y a las 3:00 pm empezaba a arreglarse para ir a la iglesia (templo de la parroquia El Salvador) que quedaba como a 3 cuadras y a la cual llegábamos a las 4:45 pm. A las 5:00 pm salía el cura (el padre Dávila) y rezaba el rosario, después hacía la bendición con el Santísimo acompañado del canto en latín “Tantum ergum” y a las 5:30 pm la misa, que terminaba siempre muy puntual a las 6:00 pm. Recuerdo que desde que entrábamos a la iglesia me explicaba todo, e incluso en varios momentos de la misa me decía qué debía rezar. De igual forma lo hacía con las fiestas a lo largo del año litúrgico. En las noches, antes de dormir, rezábamos un conjunto de oraciones que las aprendí de memoria. Siempre tenía una lista larga de gente a quien encomendar. Nunca olvidaré una vez que le dije que nos quedáramos en casa alguna tarde y su respuesta fue: “¡Dios me libre!”. Muchas veces yo me fastidiaba, pero todo aquello dejó una profunda huella.

Mi abuela era muy educada y me enseñaba a ser “muy atento” con todos. No era de esas viejitas que viven apurruñando a sus nietos, pero cada detalle que tenía conmigo en esas vacaciones me generaba un fuerte “guayabo” (nostalgia) al volver a mi casa. Uno de ellos fue tan doloroso que le rogué a Dios que me la cuidara hasta que estuviera grande, y Dios me lo concedió. Entre esos detalles estaba el consentirme cocinándome. Muchos hablan de la gran sazón que tenía al cocinar y los domingos, en las visitas de la familia, nos preparaba platos riquísimos. Yo nunca olvido los postres que me hacía, en especial el pan de canela; pero también sus hallacas (hoy en día seguimos su receta) y la pasta (que ella misma amasaba y cortaba) con salsa de tomate (nada de ketchup, puros tomates). Al llegar de misa siempre me preparaba algo que sabía que me gustaba mucho: panquecas, salchichas, arepitas dulces, cachapas, ¡empanadas! e incluso unos pancitos a los que les ponía diablito, entre otras cosas.

El tiempo pasó y poco a poco su salud fue menguando. La muerte de mi abuela fue esperada, podría decirse que sabíamos que llegaría, no solo el último mes sino desde hace varios años. Su deterioro físico era evidente desde hace tiempo, para terminar de agravarse en los dos últimos meses con dos caídas que llevaron a su postración. La muerte no llegó de golpe, sino que fue una visita anunciada incluso por mi abuela, quien la describió como un viaje que haría con Balladares, mi abuelo.

No estuve triste con su muerte porque había vivido su vida, y había sido feliz a pesar de las dificultades y tristezas de sus últimos años. Pudo ver a sus hijos y nietos crecer, tuvo un matrimonio maravilloso y esperaba con fe (una fe de la que nunca vi que dudara ni un ápice) su encuentro con Dios. Desde ese entonces me ha acompañado hasta que volvamos a encontrarnos.

Nota: con esta semblanza doy inicio a un pequeño proyecto que tengo, el cual consiste en contar la vida de algunas personas que he tenido la suerte de conocer. Por lo general son desconocidos para muchos, pero nos han dado un sencillo aunque importante legado y representan una Venezuela con la cual no dejo de soñar.

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