Se ha dicho repetidamente que durante las últimas semanas de la campaña Alfonso Romo ofreció lo que parecía ser un sabio consejo a Andrés Manuel López Obrador. Ya se ganó; hay que desentenderse de las encuestas, para fijarse en el tipo de cambio. Eso es lo que cuenta.
Como sugerencia de campaña, quizás Romo tenía razón. Como receta de gobierno, la idea es en el mejor de los casos confusa pero, sobre todo, de doble filo. Por eso es una mala idea. Sus primeros estragos se ven ya en la pregestión de López Obrador.
El aeropuerto, luego las comisiones bancarias, luego la promesa de no modificarlas durante tres años, después la insistencia de Ricardo Monreal, la caída de Wall Street del lunes, más lo que se acumule en la semana, son todos acontecimientos que movieron el tipo de cambio. Unas en una dirección, otras en la dirección opuesta, con un resultado neto, por ahora, de ligera depreciación del peso. Pero todo esto sucede en el pequeño margen que afecta enormemente a los “traders”, sobre todo a aquellos involucrados en el “carry/trade”, pero que impactan muy poco la situación macroeconómica del país. Incluso los cálculos de cuántos pesos más se pagarán de servicio de la deuda pública (en pesos o en dólares), por la depreciación o por el incremento de los rendimientos del papel mexicano, son un poco alegres, y muy provisionales.
No se trata solo del chantaje de los mercados, que ya comentamos en este espacio. El problema consiste en la obsesión por el tipo de cambio en un país que, en efecto, ha padecido las consecuencias de macrodevaluaciones, pero en el cual es difícil extraer enseñanzas profundas y pertinentes de pequeñas variaciones de uno por ciento para arriba o para abajo. El peso no es el euro, ni el dólar, ni la libra. Es una divisa de petate, no dura, nos guste o no reconocerlo.
Si se fija uno demasiado en el tipo de cambio, los llamados mercados comenzarán a acostumbrarse a esa mirada obsesiva y constante. Más aún, se volverán adictos a aclaraciones, rectificaciones, explicaciones, del que evidentemente manda: López Obrador. Vimos ya cómo las declaraciones del próximo secretario de Hacienda no bastaron; fue necesario que interviniera AMLO. Si el nuevo gobierno persiste en intervenir cada vez que se produzca una turbulencia en “los mercados”, después no podrá desistir de hacerlo. Su silencio será interpretado como aprobación de una determinada iniciativa, declaración o medida. Va a acabar totalmente preso de las reacciones de los tenedores de bonos y acciones o de las calificadoras, cuyos analistas preliminares son jovencitos imberbes cuyo intelecto no es precisamente admirable. Es un mal camino para cualquier gobierno, de izquierda o de derecha.
Ahora a lo esencial: el rabino y el chivo. En un shtetl de Bielorrusia, en el siglo XIX, un pater familias de nombre Benjamín padecía las desgracias de los pogrom, la hambruna, la visita de padres, suegros, hermanos y sobrinos, hasta no aguantar más. Fue a conversar con el rabino del pueblo, quien le dio un consejo extraño: con los escasos ahorros que te quedan, compra un chivo y mételo a tu casa. Benjamín no entendió gran cosa, pero siguió la sugerencia del rabino. Durante un mes el chivo vivió, comió y durmió en la pequeña choza, de por sí desbordada por las visitas. La situación se tornó intolerable; Sara, la esposa de Benjamín, amenazó con abandonarlo, y el pobre Benjamín regresó con el rabino a reclamarle su absurdo consejo. Ecuánime, el rabino le instruyó: ahora vende el chivo, aunque pierdas dinero. Recomendación que Benjamín siguió de inmediato, para el alivio de toda la familia, que festejó la partida del chivo, y vivió feliz el resto del año. Mis abuelos maternos se llamaban Benjamín y Sara.