Una desviación histórica, lamentable, es la causante del desencuentro recíproco que, tras la cortesía y el disimulo cotidiano, se profesan militares y civiles en Venezuela. No obstante que, es extraña la familia que no tenga dentro de su seno a un político y a un militar.
Lo atizan, desde los inicios de la república en 1830, los hermanos Monagas. Piden restablecer la Gran Colombia para imponer la reforma constitucional de 1857, centralizar el poder y garantizarse la reelección perpetua. Un resentimiento los anima contra el general José Antonio Páez. Le acusan de haberle entregado el dibujo de la nación en cierne a los civiles, a nuestra segunda ilustración.
A mediados del siglo XX, el académico y romanista Edgar Sanabria, presidente de la Junta de Gobierno instalada a la caída de la penúltima dictadura, la de Marcos Pérez Jiménez, ante el Congreso recién instalado y en el pórtico de la República civil, el 13 de febrero de 1959 recuerda lo siguiente: “Hallamos un ejército receloso de los civiles y expuesto a la discordia interna. Procuramos hacer una amistad limpia que borrase las susceptibilidades con que los hombres de uniforme planteaban sus problemas específicos, y en beneficio de la paz doméstica, que debe ser irrenunciable derecho de todos los ciudadanos, comenzamos a eliminar la desconfianza absurda por culpa de la cual se miraban como adversarios el civil lleno de presagios y el militar inficionado de prejuicios. Quisimos que esos dos mundos ficticios que interesadamente se habían creado dieran paso a una sola comunidad de venezolanos unidos por la aspiración igual de encauzar la República”. Y eso se logra.
No bastaba, empero, zanjar tal diferendo instalado por razones personales y de poder, por lo que Sanabria, con buen juicio, declara que “como consecuencia de los sufrimientos pasados, cada parcialidad política y cada grupo social ha revisado su conducta de ayer. El resultado ha sido el propósito de rectificar, si no la rectificación misma. Unidad, concordia, convivencia, ha sido llamada esa posición a la que todos hemos llegado por un mismo camino de dolor”.
Hugo Chávez, al apenas inaugurar su mandato, en febrero de 1999, desde Los Próceres, le ordena a los militares no reprimir al pueblo que insurge por el hambre –se mira en su experiencia y la de sus compañeros de armas durante el 27 de febrero de 1989– y a la par, en mayo de 2004, inaugurando la sede el Comando Regional 5 de la Guardia Nacional, restablece el malhadado parteaguas: Luego de varias décadas de perderlo, los militares hemos readquirido los fueros que nunca debimos abandonar por obra de los civiles, léase de los políticos, dice; de donde les invita a la tarea de su conservación.
Pues bien, otra vez llegan los militares a una disyuntiva agonal ante la crisis humanitaria común y su primera inflexión tendrá lugar el venidero 23 de febrero.
Habrán de reprimir o mejor acompañar al pueblo al momento de recibir la ayuda de alimentos y medicinas venida desde el exterior. Se trata de paliar la desesperación, el derecho de los venezolanos a doblarle la mano a la hambruna y exorcizar al espíritu de la muerte, que hace guardia cotidiana en las puertas de nuestros menesterosos hospitales.
Las generaciones más jóvenes de nuestra Fuerza Armada, como ciudadanos de uniforme y, como todos quienes no lo poseen, venezolanos a secas y sin apellidos, estarán, lo espero, a la altura de la circunstancia. No lo estará el Alto Mando Militar, por autor y cómplice de los crímenes de lesa humanidad ejecutados contra nuestros propios hermanos, entre éstos la propia familia militar.
El Estatuto de Roma prescribe que cualquier autoridad militar o civil que favorezca “la imposición intencional de condiciones de vida, la privación del acceso a alimentos o medicinas, entre otras, encaminadas a causar la destrucción de parte de una población”, responderá ante ella. Nuestros ciudadanos de uniforme saben bien que ante la hipótesis no cabe beneficio alguno de amnistía, menos alegar el cumplimiento de órdenes superiores.
La cuestión que les interpela, no obstante, es más profunda y vertebral.
Lo trabajado por Sanabria y los primeros presidentes de la democracia, a saber, el reencuentro de todos bajo el denominador común de la ciudadanía, permitió que los militares se desarrollasen profesionalmente; alcanzaran niveles universitarios que antes se les negaban; y tuviesen posibilidades de bienestar para ellos y los suyos, sin necesidad de coludir con el delito y la criminalidad.
La queja de los oficiales subalternos participantes del golpe del 4-F, como me consta, era el mal ejemplo que, según ellos, recibían de algunos oficiales generales que se habían dejado tentar por el morbo de la corrupción.
La ruptura de la unidad nacional que provoca Chávez como lo hicieran los Monagas, llenando éstos de sangre a nuestro siglo XIX y aquel las dos primeras décadas del siglo XXI, es aleccionadora. Ambas dejan al paso al pueblo en la miseria, desprotegido, inerme. Los soldados de la patria, sus esposas e hijos la ven y la sufren. Mal pueden obviar esa verdad, en esta hora, y tienen la opción moral de reconciliar a los venezolanos.
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