COLUMNISTA

Nuevos autores venezolanos

por Sergio Monsalve Sergio Monsalve

En Hijos de la sal, los hermanos Rodríguez filman su mejor película, después de una larga y consistente carrera como documentalistas.

En el plano de la ficción, los llamados “morochos” debutaron con Brecha en el silencio, una ópera prima muy querida en el patio criollo, a pesar de ciertos deslices narrativos.

Como sea, la primera pieza del dúo creativo anticipó una trayectoria ascendente en el ámbito del cine de autor.

Los realizadores se formaron en las aulas de la Universidad Central, estudiando a los grandes titanes del clasicismo y la modernidad.

La obra de ellos es producto del análisis, de la observación del contexto y de la reinterpretación de la realidad a través de métodos derivados de las escuelas de vanguardia.

Desde el sentimiento de lo local, sus largometrajes recuperan la tradición de Diego Rísquez, Margot Benacerraf, Fina Torres y Luis Alberto Lamata, quienes utilizaron la poesía y la influencia pictórica para contar relatos de cámara.

La sutileza en la captación de los detalles configura un mosaico de fragmentos emotivos, cuyas imágenes describen el espíritu de un tiempo melancólico.

Fuera de las fronteras de Venezuela, los hermanos Rodríguez reciben la inspiración de múltiples referentes y fuentes (Kiarostami, los italianos de posguerra y los periféricos del Tercer Mundo).

Podemos reconocer el gusto por revisitar la tendencia naturalista, abstracta y minimalista de la ronda festivalera.

No fue casual la conquista de Hijos de la sal en el reciente certamen de Mérida.

Aparte de los estimables méritos del trabajo conjunto, el jurado celebraba la adaptación correcta de un estilo internacional basado en la calculada morosidad de la expresión argumental.

La crítica discute si el lenguaje elíptico es auténtico o supone una represión forzada devenida en impostura con el fin de garantizar el halago de los curadores del exotismo latinoamericano.

En Caracas encontramos dos formas de reciclaje estético: uno dispuesto a remedar el canon del espectáculo norteamericano, otro elaborado meticulosamente para ser seleccionado en las vitrinas de Cannes, Venecia, Berlín y San Sebastián. El segundo es un patrón forjado en corrillos europeos y posteriormente convertido en fórmula por una legión de imitadores.

Ahí vemos la repetición de los mismos clichés y estereotipos. Siempre conseguiremos caras de tristeza, ceños fruncidos, familias disfuncionales, ambientes de pobreza, escasos parlamentos, crueldades repentinas y absurdas, un paisaje hermoso pero a la vez sombrío.

Se entiende la necesidad de proyectar el desarraigo de zonas marginadas, de civilizaciones condenadas al olvido. Sin embargo, debatimos el afán de representar la alteridad a partir de un filtro diseñado en laboratorios con aire acondicionado. Surgen la duda y la suspicacia.

Hijos de la sal logra superar sus deudas con la mirada antes diseccionada, gracias a la honestidad de los hermanos Rodríguez, escasamente interesados en vender humo a costa del dolor y la miseria ajena.

El título cava en la senda de la mítica Araya, respetando el entorno de unos personajes posibles y verosímiles.

Un triángulo incestuoso permite construir una metáfora de una sociedad patriarcal, aferrada a sus conflictos edípicos, instintivos y bipolares. Cada escena transpira una inquietante tensión erótica y emocional.

El trance simbólico se encadena con los colores cobrizos de la fotografía.

Los encuadres tallan estatuas humanas corroídas por el salitre. La cámara descubre la soledad de los protagonistas de una pequeña tragedia, demasiado cercana. El guion no juzga o sataniza.

La trama es incómoda y nos atrapa con sus encantos ambiguos. Algunas secuencias requieren de mayor afinamiento en la sala de montaje. Sería la duración prolongada un defecto compartido por la generación de relevo. Extrañamos la capacidad de síntesis de los cortometrajes.

Los actores profesionales y amateurs brindan credibilidad al proyecto. El sonido cumple con estimular nuevas lecturas.

El subtexto visibiliza y problematiza el terreno común de la violencia, la hostilidad, el desencuentro y la búsqueda de la libertad. El tema del exilio, tan en boga, dialoga con el trance perfomático de la ejecución experimental.

Hijos de la sal circula por una vía de resistencia ante los criterios propagandísticos de la Villa del Cine. Su alegoría confronta al poder y sus censuras puritanas y socialistas, como en su momento lo hizo Andrei Tarkovski.

El Joaquín Cortés de El domador renace en los cuadros westerianos del filme.

Una de las películas indómitas de 2018. Equivalente a la dureza de Bela Tar en Caballo de Turín o de Pedro Costa en Caballo dinero. Entre potros salvajes. No es poca cosa.