Llamaradas irreverentes, soberbias, casi ateas, devoraban con voracidad irrefrenable la añejada madera que por siglos cubrió el techo de la antigua Catedral de Notre Dame. París lloraba. Víctor Hugo también lloraba. Qué ironía, el Día Mundial del Arte, un Lunes Santo y al parecer por una restauración, la maligna chispa de un soplete poseída por un azar diabólico del destino inició el fuego que paralizó y consternó al mundo.
Notre Dame no es solo una catedral, es un ícono, una joya de la humanidad y no le pertenece a París, sino al sublime rincón del corazón de quienes amamos la vida y el arte. Allí, en tiempos distintos, Enrique VI de Inglaterra fue entronado, Napoleón Bonaparte se coronó emperador de Francia, Juana de Arco fue beatificada y el 15 de abril de 2019, el dolor que la doncella de Orleans sintió al ser quemada en la hoguera renace ante el fuego que simbólicamente arde de nuevo sobre la ahora inexistente piel de esta niña santa.
El incendio continúa. El humo gris, encanecido por consumir siglos de historia, con orgullo depredador y teniendo plena conciencia de su poder, intenta destruir en pocas horas a una de las más extraordinarias obras arquitectónicas del arte gótico.
El cielo de un París enlutado presenció con asombro cómo detrás de las torres centrales, erguida y sumisa, se desmoronaba la estilizada aguja de 93 metros de altura, incapaz de luchar contra el fuego que aprovechaba su vahído para avivar la llama y continuar haciendo daño.
De fondo, el alarmante ulular de los camiones de bomberos, el doloroso crujir de la madera ardiendo, los gritos de miedo y de asombro. El calor, las briznas de cenizas que golpean el rostro, el olor a historia quemada y a sacrilegio, se unen a las voces de un grupo de fervientes franceses quienes, al unísono y con fe, entonan el adolorido himno de Francia y la afligida letra del Ave María. Al escucharla, a más de uno se nos erizó la vida mientras, impávidos, otros contemplaban la luctuosa escena a orillas del río Sena.
A lo lejos y casi indiferente, la Torre Eiffel parecía disfrutar de una tragedia que no llegó a consumarse porque Dios sintió piedad.
Emisarios salvadores, un audaz capellán y valientes bomberos, formaron parte de un ejército de ángeles quienes apagaron el fuego y rescataron tesoros invaluables de la historia religiosa y del arte. Salvaron un fragmento de la cruz, uno de los clavos que atravesó la piel de Cristo y lo que queda de su corona de espinas. Salvaron también una parte importante de Venezuela que desde el año 2018 se hospeda en la catedral: una pintura acrílica de la imagen de la Virgen de Coromoto.
El cuadro no se quemó, pero en los ojos de nuestra virgen se refleja el alma de los venezolanos. Hay tristeza por los niños que en los hospitales de Venezuela mueren porque no hay medicamentos. Dolor por familias que esperan en casa a quienes por culpa del hampa no regresarán jamás. Lágrimas por quienes un día salieron a protestar por un sueño de libertad y entregaron su vida por él. Pena por los niños de la calle qur por hambre dejan de estudiar. Vergüenza por tantos ancianos que bajo el sol queman el cansancio de sus años, encadenados y humillados en colas eternas para cobrar la miseria de una pensión insuficiente. Preocupación por cada venezolano que se ve obligado a emigrar de un país noble y hermoso, que fue dibujado como si de un sueño de Dios se tratara.
Todo eso está en la mirada de Nuestra Señora de Coromoto, pero acercándonos a ella un poco más, en sus ojos se lee el mensaje de que Venezuela, al igual que la Catedral de Notre Dame, será reconstruida a partir de sus cenizas.
Sí, la virgen salió ilesa del fuego. La cruz y el altar de la Catedral de Notre Dame también quedaron intactos. Frente a ellos está la esperanza de un nuevo renacer.
Unidos, como un río macizo de gente, cambiaremos las lágrimas de la virgen por sonrisas. No habrá poder que iguale nuestra fuerza ni acabe con nuestro pueblo y en los ojos de cada venezolano, veremos renacer a un país que aprendió que jamás debe rendirse ni permitir que crucifiquen sus sueños de libertad.