“La paz de los dictadores no es sino la de la prisión o la tumba”. Gene Sharp
Venezuela vive la hora de la transición del populismo a la dictadura. Tal vez, en pureza de términos, ambas situaciones se acerquen más de lo que una primera vista permite ver. El populismo es una forma de oclocracia, y bien sabemos que la historia nos muestra la frecuencia de esa cadena que se forma de un eslabón al otro. Estas dos décadas han sido de dominio de la muchedumbre turbulenta, guiada, usada, manipulada por una suerte de oclócrata que, además, edificó una oligarquía cívico-militar para ejercer el poder y sostenerse en él. Hagan memoria y verán que ni especulo ni exagero.
El discurso es la primera prueba de mis afirmaciones. El difunto siempre recurrió para justificarse al argumento del supuesto interés superior del pueblo que no era sino el de las mayorías depauperadas, y soliviantando su bajo psiquismo se convirtió en su administrador. La neolengua tomó el espacio oficial de la comunicación y la segregación encontró interpretación consecuente. Escuálidos y oligarcas fueron suturados en la cara de la nación. Una cicatriz tejida en cada puntada de la palabra del líder dividió al país. De listas y discriminaciones se escribieron capítulos del devenir ominoso de esta deletérea experiencia.
La bonanza petrolera ayudo a elaborar una tesis basada en la siempre legítima explicación de la solidaridad convertida en aparente caridad inclusive. El presidente abrió los chorros del erario público en dos direcciones; de un lado la atención de las necesidades populares de salud, educación y alimentación y del otro, convertir a la fuerza armada en su herramienta operativa. En los dos casos, sin embargo, cuidose bien de eliminar los controles previos y posteriores para que el tren de la demagogia transitara cómodo por el riel del gobierno. Les compraba el alma, los enajenaba, los alienaba. Chávez y el chavismo fueron y son ontológicamente la corrupción misma. La ineficiencia y la incapacidad fueron sus hijos también.
Pero Kelsen nos recuerda que el Estado es norma, es autorregulación, es derecho. El austríaco incluso no admitió la locución Estado de Derecho por apreciarla redundante. El gobierno no es el Estado, es su piloto y, desde luego, se desempeña dentro de sus límites, y allí el comandante paracaidista no se sintió a sus anchas. La segunda fase del proceso consistió, y de hecho es una doctrina del chavismo, en desconocer, obviar, desviar o violar si fuere necesario los controles del poder, subrogarse el Estado. Desde su llegada se observó una política de justificación de sus dislates, tropezando, empujando, apartando o derribando los elementos reguladores y reglamentarios. Eso trajo un sostenido proceso de desconstitucionalización y de anomia implícita que se completaría con otros ademanes que de seguidas comentaremos.
Toda revolución grita nuevos íconos morales. Algunos para resaltar designios, y otros, destacar caracteres presumidos o visibles que de por sí constituyen valores legítimos en el ideario o, acaso, elementos a insertar, estimular, vivificar en el curso de la dinámica a cumplir. La dictadura del proletariado y la fragua de un hombre nuevo desprendido y espiritual son paradigmas dentro de los cuales se hizo y deshizo todo tipo de acciones y absurdos también. La superioridad aria y el nacionalismo fueron factores belígeros que explican las guerras europeas del siglo XX. El personalismo concretó lo suyo en Cuba, y en Corea del Norte sustenta a un esquizoide que anda jugando a la ruleta rusa, pero con la cabeza de la humanidad. En Venezuela, el arsenal ha variado de un lustro al otro, entre el culto a Chávez, el desarrollo de una clase social homogénea por contraste con los marginados de la clase media, profesionales liberales, universitarios, civiles y demás especies a soslayar. Últimamente, no obstante, seguir la farsa del servicio a la idea disfraza una obsesión depredadora e irresponsable que, a pesar del fracaso, los quiere allí, en el poder, para siempre.
Paralelamente; el fenecido presidente y sus epígonos, otrora espalderos por cierto y devenidos estelares, se dedicaron a sustituir productos y principios por justificaciones y resultados. Una cultura del pragmatismo se difuminó, así como una desvalorización del conocimiento y la excelencia profesional.
La jerarquía se atrofió. La sumisión ocupo lo que la lealtad, y entonces se perdió el premio al esfuerzo remplazado por la alabanza, el elogio, la adulación que dinamitó la institucionalidad. Los menos vistosos del mundo militar cogieron esa trocha, alabarderos y los que lucían por buenos y capaces ya no competen sino a cambio de roles con la mediocridad. En Venezuela tenemos cerca de 3.000 generales haciendo lo que antes hacía un teniente coronel. En el Hospital Domingo Luciani un general decide a qué servicio se le entrega el equipo de anestesiología disponible.
El fraude a la educación coronó la faena y vulneró toda empresa ética en curso. La demagogia alcanzó allí el non plus ultra plausible. Entre misiones que no capacitaron ni mejoraron ni entrenaron a nadie se repartieron títulos y se banalizó completamente el propósito universitario. La Unefa recogió y convirtió en docentes a una caterva de frustrados y tercerones y la Bolivariana, peor aún. Por otro lado, se irrumpió contra las verdaderas universidades y se las aniquila con un cerco económico atroz y el asedio político de una ley de educación que desconocería la autonomía y transformaría con la demagogia igualitaria los centros de educación superior en apéndices permeables a la conducción sindical del lumpen que los dirige. La movilidad social no es más, la natural conquista de los muchachos y sus familias, sino el fruto del histrionismo estridente de los psicóticos de oportunidad.
Al ciudadano se le anula. En nombre del pueblo y sus gestores, se le desconoce. La clase gobernante se atornilla frívola y desconsiderada. El populismo complaciente cede en el fondo su soberanía al dictador que lo puede casi todo, a cambio de malograr el presente y comprometer definitivamente el porvenir.
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