Voy a contarles una historia. Ocurrió el año pasado. Y por asombrosa que pueda parecer, es cierta.
I
Organizamos un paseo para subir el cerro el Ávila. Mi hermano Mario, quien es excursionista, dijo haber descubierto un pozo con una bellísima cascada. Según él, son aguas cristalinas que poseen sales minerales muy beneficiosas para la piel, ya que en ese sitio existe una especie de termas volcánicas. Particularmente, estaba convencido de que un pozo de termas volcánicas en el Ávila era poco probable, pero qué importa, el paseo es tan bello que nos aventuramos en la excursión.
Mi amigo Félix, el gallego, y Celina, la esposa de mi hermano, prepararon un delicioso picnic. Tras cinco horas de arduo camino escuchamos el refrescante concierto del agua al caer desde lo alto. Allí estaba. Frente a nuestros ojos. Parecía una escenografía de Disney World: nos maravillamos ante una enorme y hermosa cascada de agua traslúcida que golpeaba con fuerza un pozo oscuro. Con razón dicen que estas aguas son curativas. Solo mirar esta maravilla cura el espíritu.
Conseguimos un claro entre el agua y la tierra y extendimos un mantel de cuadritos traído para la ocasión. Nos pusimos los trajes de baño y comenzamos a disfrutar de aquella delicia.
II
Habrían transcurrido como dos horas, cuando nos dimos cuenta de un polvillo grisáceo que flotaba cerca de la cascada.
Celina, gritó emocionada:
—¡Mariooo…! ¡Qué suerte! Este es el barrito curativo que nos dijeron… ¡Aprovechemos, que no siempre se encuentra!
Dicho esto, nos zambullimos en el pozo y comenzamos a esparcir el polvo milagroso sobre nuestra piel.
En un envase agarré lo que pude y me lo froté. Mientras el gallego, atorado, protestaba:
—¡No sean agallúuuos…! ¡Compartan!
Nos embadurnamos y nos acostamos bajo el sol porque, según Celina, quien lee el péndulo y además es experta en tratamientos extraños, en imposición de manos y en medicina natural, cuando el polvillo se seca en la piel es cuando hace más efecto. Parecíamos estatuas de barro.
III
De pronto, aparecieron unas personas que, abatidas y en silencio, bajaban del cerro. Mientras sollozaba, una señora con rostro compungido nos contó que acababan de cumplir con el último deseo de su abuelo: esparcir sus cenizas en un río del Ávila.
Miramos a Celina con ganas de matarla. Aterrados y dando alaridos, comprendimos todo.
¡Nos habíamos untado las cenizas del abuelo! Todavía hoy, cada vez que nos bañamos, tratamos de quitarnos a ese señor de encima.