“Jesús le preguntó: ¿Cuál es tu nombre? Él contestó: Legión. Porque eran muchos los demonios que habían entrado en él”.
En efecto, son muchos los nombres que se embozan para hacerse Legión: Demonio, Satán, el Gran Dragón, la Serpiente Antigua; Astaroth, el Duque del Infierno; el Príncipe de las Tinieblas, el Maligno, la Bestia, el Padre de la Mentira, el Ángel Caído, Lucifer, Luzbel, Belcebú, Belial, Pazuzu, Moloch, el Centro de la Noche. Algunos mencionan a Azazel como un ángel caído, chivo expiatorio o lugarteniente de Satanás, pero todos buscan hacer de él la personificación del mal. Es más, para el cristianismo lo es también del pecado. Pero, por lo general, la presencia del demonio va asociada al miedo y a la oscuridad real y psicológica. A la superstición. ¡Se dice que su lugar preferido para ocultarse es detrás de la cruz y es allí donde atrapa a las beatas desprevenidas!
El teólogo disertará sobre la moral, explorará los perturbadores caminos que conducen a las misas negras, a los ceremoniales demoníacos y reiterará lo expresado por el dominico francés Antonin Delmace Sertillanges (1863-1948), catedrático de moral: “La obra maestra del demonio ha sido hacerle creer a los hombres que Él no existe”. En cambio, en el gabinete del psicólogo se explorará cómo el mal ensombrece y va aniquilando la conciencia, cómo va desintegrando la personalidad del paciente recostado en el diván. Y el historiador sostendrá que se trata de un mito que desde antiguo carga consigo fantasmas colectivos e individuales. Pero es un mito que otorga al demonio la apariencia que cada época le quiera dar. Antonio José Navarro, en la introducción al libro colectivo El demonio en el cine. Máscara y espectáculo, (Sitges, Valdemar 2007) afirma que el Diablo no es más que un traje, un disfraz, aun cuando este se ha pegado de tal manera a la piel del que lo viste que ha llegado a serle completamente inseparable.
Por eso dice que dependiendo de la época, un guerrero como Atila; el sultán Saladino; Gilles de Rais, aquel personaje de la nobleza y asesino en serie; Adolfo Hitler; José Stalin o Augusto Pinochet, y en la otra acera: Ho Chi Min, Pol Pot, Fidel Castro o Salvador Allende fueron máscaras del demonio. Pero no solo ellos, también lo fue un psicópata como Charles Manson o un rockero como Marilyn Manson. Para los ayatolás de Irán, Estados Unidos sigue siendo el gran Satán y Hugo Chávez, para no alejarnos mucho de nuestras fronteras, aseguró en varias ocasiones (como el vulgar Júpiter tronante que le gustaba ser) que el odiado imperialismo yanqui olía a azufre sin percatarse de que quienes en verdad olían a azufre eran el propio comandante y sus enchufados.
El Príncipe de la Noche, con máscara o sin ella, sigue dando mucho qué hacer tanto en la vida secreta que llevamos como en la política y la administración de los bienes públicos. Asombra lo que se sigue diciendo de él: “El mundo resulta mucho más rico si contamos con un Diablo, pero siempre que sepamos tenerlo controlado”, expresó William James, filósofo estadounidense hermano mayor de Henry James. “Margaret Thatcher es un agente del Diablo”, dijo Ian Paisley, el iracundo e intolerante protestante evangélico norirlandés. Por su parte, Collin de Plancy, ocultista y demonólogo francés, autor del “
Diccionario infernal, explicó que algunos demonólogos pretenden que no deben confundirse los demonios con los diablos. Hay entre ellos, dicen, esta diferencia: los demonios son espíritus familiares y los diablos ángeles de las tinieblas; y, según otros, los primeros son el populacho del infierno, mientras que los diablos son príncipes y grandes señores. Milton expresó en El paraíso perdido que vale más reinar en el infierno que servir en el cielo, refiriéndose a la desobediencia de Lucifer y su famoso non serviam que hizo del ángel caído un héroe rebelde.
Al parecer, durante los comienzos del siglo XX el psicoanálisis contribuyó a desacralizar el problema del demonio y se impulsó el “optimismo de la sociedad del bienestar” originando, dice Carlos Arenas en el libro colectivo de Navarro, una búsqueda de la felicidad inmediata y cierto hedonismo que no duda en consumir “productos diabólicamente buenos” (licores, tabaco, coches, pantalones, etc.), pues la publicidad no vacila en invocar la imagen de un Lucifer de comedia”.
¡Pero el mal sigue suelto! El demonio es el fascismo. La intolerancia. Negar que exista una crisis humanitaria en el país y no hacer el régimen ningún esfuerzo para detenerla es una actitud propia del demonio. Es privarnos de nuestra alegría. Dar carta de ciudadanía a la peor de las violencias: ¡la violencia del hambre! Oscurecer el pensamiento universitario, enmugrecer las letras, lacerar el arte y fortalecer la corrupción. Desde hace años recorre la geografía venezolana asolando los campos, maltratando o torturando a las gentes, convirtiéndonos en seres famélicos que hurgan en las basuras. Pero, también, incitando y fomentando guerras en distintos lugares del mundo y estimulando fanáticas erupciones políticas o sentando en los tronos del poder o de las cancillerías a personajes impresentables.
¡Su mayor anhelo es instalar el Infierno en la Tierra!