En las redes sociales circuló un video de pocos segundos en los que alguien no identificado muestra una nevera de productos cárnicos congelados en un supermercado de Rusia, y luego de un breve paneo aparecen dos paquetes con la bandera tricolor. “Yo siento tristeza de que aquí se venda carne venezolana mientras en Venezuela no hay qué comer”. Fin de la cita y fin del mensaje.
No comparto ese tipo de tristeza ni envidio a los funcionarios que hacen negocios muy mercantilistas con los descendientes de los bolcheviques. Me preocupa, sí, que en las cajas y bolsas del CLAP no aparezca otra proteína que unas laticas con unos desmirriados 90 gramos de atún flotando en agua cochambrosa; me preocupa el destino de las cientos de miles de toneladas de carne que mensualmente llegan a las despostadoras y empaquetadoras de Carnes Venezuela, una empresa del Estado, y no las manden a los hospitales ni se las vendan a nadie, que los camiones sean cargados con gran sigilo y misterio y los envíen a hogares oficiales lejos de la vista del amado pueblo.
En el socialismo –sea marxista, delincuencial o simplemente bandolero militar– la existencia de un sector social que es más igual que todos los otros es consustancial. Ellos mismos se refieren a la dirigencia, al liderato, a la vanguardia revolucionaria, etc., como si se tratara de seres superiores, héroes, aunque sean siempre los mismos ineptos mortales los que se intercambian sillas en el gabinete y comisiones. Nada les falta, ni medicinas ni comida, tampoco bebidas.
Habiendo aprobado en 2011 una ley contra la discriminación racial sin parangón en el mundo entero, los legisladores y funcionarios echaron al cajón del olvido los otros tipos de discriminación –social, política, religiosa, sexual et al– y se han dedicado a fomentarlas. Mi amigo el historiador me decía que mientras Aristóbulo sea negro tendrá su puesto garantizado en el alto gobierno. Aunque pierda por paliza cualquier elección, le dan un cargo en el que pueda dedicarse a sus distracciones marinas. Mientras, la discriminación política y de salud afecta con saña a los presos de conciencia –los rehenes que mantiene el régimen en sus gulags y ergástulas, sin atención médica, sin poder tomar sol, sin la visita de familiares y amigos–, y se explaya con crueldad cuando a un enfermo, sea un recién nacido o un anciano, pobre de solemnidad o con bienes de fortuna, le exigen el carnet de la patria para entregarle una medicina de la cual depende su vida. No es una manifestación de la lucha de clases o del odio que transpiran, es un escondido interés mercantilista: más allá se lo ofrecen a cambio de una coima, como la carne que le venden a Rusia. Vendo valores de papel y plátanos, Jaua.
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