Es evidente que la resistencia al cambio político en Venezuela es más fuerte de lo que muchos calculábamos, aunque nunca consideramos ni dijimos que era fácil ni estaba a la vuelta de la esquina. No es que no se ha avanzado o que el régimen este más fuerte o se haya consolidado, pero sí que el proceso de cambio político se ha ralentizado por diversas razones, entre las cuales debe anotarse algunos errores innecesarios tanto de la coalición democrática nacional como de los aliados en la Comunidad Internacional.
Ante la innegable ralentización arriba mencionada, algunos apelan entonces como única salida posible entablar negociaciones con el régimen, estimulados además por el llamado de sectores de la Comunidad Internacional a dialogar, expediente que se ha convertido en una suerte de solución para toda circunstancia y evento.
Hay quienes, aquí y afuera, incurren en una suerte de reduccionismo cuando asimilan la política exclusivamente con negociación y acuerdo pasando por alto que la política es básica y esencialmente confrontación porque las diferencias y motivaciones de todo tipo y calidad son un dato ineludible y siempre presente de la realidad. El aporte civilizatorio ha sido crear mecanismos para la resolución pacífica e institucional de las diferencias, el voto como instrumento para asignar poder es el principal de esos numerosos instrumentos.
Las fuerzas democráticas no deben ni pueden negarse a explorar y transitar las diferentes vías pacíficas y cívicas para resistir y vencer a la dictadura. El uso de las mismas debe ser asumido con todo el pragmatismo y apego a la realidad posible.
Salvo que esté en marcha un muy discreto y comprometido esfuerzo para lograr un acuerdo negociado con el objetivo de propiciar una transición hacia la restauración efectiva de la Constitución vigente, asunto del cual no tengo información alguna, pero que no descarto del todo, aquí y ahora, no parece posible un dialogo que conduzca a tal destino.
La conducta del régimen sigue orientada a fortalecer su permanencia sine die en el poder aun a costa de los evidentes y crecientes perjuicios que tal determinación causa a los intereses nacionales y a la calidad de vida del venezolano común.
El chavismo se mantiene reacio a cualquier negociación en la dirección antes referida por varias razones: calcula que el tiempo juega inexorablemente a su favor, siente que las presiones en su contra no amenazan su estabilidad ni la gobernabilidad, apuesta a que las tendencias centrifugas se impongan en el bloque democrático, no confía en las garantías ofrecidas para cuando salgan del poder vista la suerte de algunos sus aliados en el continente (Lula, Cristina Kirchner, Correa).
Mención aparte, merecen otro tipo de razones más allá de las coyunturales citadas en el párrafo anterior, y que llamaremos estructurales por formar parte del ADN de los espacios políticos para comunistas y por ende con vocación totalitaria. Para esos sectores el poder una vez adquirido se convierte en un patrimonio inajenable y nadie quiere aparecer como sepulturero de la revolución y en el caso del chavismo, también como enterrador del legado de Hugo Chávez.
Por si todo lo anteriormente citado fuese poco, hay que relevar que el chavismo compró llave en mano la fórmula castrista de mantenerse en el poder con personal de apoyo y narrativa incluida; asunto en el cual han sido exitosos los castristas. Esa fórmula no es que descarta negociar el poder sino que su razón de ser es mantenerlo.
La reflexión desplegada me hace concluir que no es fatal, por ahora, la salida negociada de la dictadura como lo plantean algunos por aquello de que para bailar se necesitan dos.