COLUMNISTA

La Navidad de nuestra infancia

por Carlos Balladares Castillo Carlos Balladares Castillo

En nuestro primer artículo de diciembre nos centramos en el significado de la Navidad para los venezolanos del presente, a modo de preparación de las fiestas. Ahora nos gustaría recordar lo que consideramos un principio: así como nuestra nacionalidad está determinada por donde vivamos nuestra infancia, de igual manera ocurre con las Navidades. Nuestra relación y comprensión del significado de la Navidad y las tradiciones con las que la vivimos está determinada por la experiencia que tuvimos de ella cuando fuimos niños. En este sentido, tengo que dar gracias a mis padres por haberme brindado un sinfín de felices fiestas decembrinas. En mi memoria solo recuerdo momentos alegres, incluso cuando hubo dificultades o problemas. Nunca se dijo: “Este año no vamos a celebrarlas”, y es por ello que yo de igual manera espero en Dios nunca plantearme semejante claudicar en la vida.

Las Navidades en mi familia nunca estuvieron alejadas de su fundamento: el nacimiento de Jesucristo, lo cual se resaltaba no solo con la catequesis de mi madre y abuela paterna, sino con la asistencia a misa el mismo día de Navidad como establece el precepto católico. Pero también veíamos muchas películas que relataban el hecho y en casa jamás ha faltado el pesebre, el cual sigue siendo el mismo (aunque con la pérdida de algunas figuras y casas) desde hace más de 40 años. En mi memoria está la carta al Niño Jesús, con el respectivo consejo materno de moderación en los pedidos “porque el Niño Dios tiene muchos regalos que dar, especialmente a los más pobres”. La ciudad de Caracas se llenaba de adornos donde cada edificio estatal y privado tenía algunas luces en sus fachadas, algo que desde hace más de veinte años ya no se ve. Cuando tuve la oportunidad de pasar diciembre en el extranjero siempre he extrañado este hecho, y ahora más porque perdimos esa costumbre.

En Nochebuena mi madre me colocaba en la cama el “estreno” de la fecha para que me vistiera, y todos salíamos a casa de mi abuela materna que vivía en la urbanización de El Paraíso. El viaje del este al oeste de la ciudad para mí era una gran alegría por las luces que adornaban cada edificio –tal como expliqué– y los permanentes fuegos artificiales, la Cruz del Ávila siempre encendida con un clima frío que incluso nos permitía ver la condensación del aliento. Al pasar frente a la Comandancia de la Guardia Nacional parábamos unos minutos para contemplar su hermoso nacimiento que daba para la plaza Madariaga, y después estacionábamos –como el resto de la gran familia materna (9 tíos en total, cada uno con su respectiva familia)– en el famoso callejón de la avenida Los Pinos. Así fue desde 1975 hasta 1984. Yo me iba a jugar con los primos más cercanos a mi edad, mientras ese familión generaba un gran bullicio, para luego ser llamado por mi madre, quien me servía mi tradicional plato de: hallaca (que eran siempre las de mi abuela paterna ¡las mejores!), ensalada de gallina, jamón planchado, pernil o pavo, y pan de jamón. Después de la medianoche nos regresábamos a casa sin ningún temor.

Nos acostábamos inmediatamente para que llegara el Niño Jesús. Dormir sin ver nada al pie de mi cama, para luego despertar en medio del silencio de la mañana de Navidad y estar rodeado de regalos, me llenaba de una inmensa alegría. No sé si fue del todo cierto, pero el primero que recuerdo corresponde a mis 5 años, y mi impresión es que todo el cuarto estaba lleno de regalos. Otro fue a mis 8 años, tiempo en el que estaba “enfiebrado” con unos muñecos de guerra que se llamaban “Geyperman” de los cuales me dieron el paracaidista, e hicimos de mi cuarto un “campo de batalla” entre mis hermanos y yo. Al año siguiente todos los amiguitos del edificio pedimos lo mismo: ¡una bicicleta! Y después armábamos grandes carreras. Al año siguiente fue la fiebre de los muñecos de la Guerra de las galaxias, que eran “caros” y yo no tenía certeza de que me los regalaran, pero ¡allí estaban esa mañana de Navidad al lado de mi cama! 

Ruego disculpas si estas memorias navideñas tan personales e íntimas han resultado extremadamente burguesas (o sifrinas diríamos en Venezuela) para algunos, especialmente en este empobrecimiento generalizado que padecemos las mayorías por culpa del chavismo-madurismo. No niego mi pasado de clase media venezolana surgida a la sombra del rentismo, pero que a la vez también fue fruto del trabajo y esfuerzo de mis abuelos y padres. Ahora somos “venidos a menos”, pero nadie nos puede quitar lo bailado, por lo cual tenemos razones para la esperanza en un cambio que no tardará. Esta Nochebuena no dejemos de tener unos momentos de oración con el Niño Dios, y roguemos porque el próximo año podamos vivir las Navidades en libertad y prosperidad, gracias a que aprendimos a ser solidarios con nuestros semejantes y responsables con el destino de nuestra nación.