COLUMNISTA

Navegando la tristeza de Portugal

por Mauricio Gomes Porras Mauricio Gomes Porras

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Ilustración 1 – Retrato de Luís Vaz de Camões. – Lima de Freitas (1972).

«Una lengua es el lugar desde donde se ve el Mundo y en el que se trazan los límites de nuestro pensar y sentir. De mi lengua se ve el mar. De mi lengua se escucha su rumor, como de la de otros se escuchará el del bosque o el silencio del desierto. Por eso la voz del mar fue la voz de nuestra inquietud” - Vergílio Ferreira.

Dijo Jorge Luis Borges en varias entrevistas que en la literatura portuguesa se sentía el mar, en contraposición a la literatura española, porque los castellanos, decía, eran un pueblo de tierra adentro, una gente de llanura. Uno de los mayores referentes de Borges para hacer esta aseveración tuvo que haber sido, sin duda, Luís Vaz de Camões, a quien le escribió un poema que lleva por título su nombre, donde lo recuerda como el creador de una «Eneida lusitana». En otro, llamado «El mar», hace una referencia más hermética a él: «(…) aquel caballero que escribía / a la vez la epopeya y la elegía / de su patria, en la ciénaga de Goa».

Lo revelador de ese último verso está contenido con gran brevedad en la aparente contradicción entre epopeya y elegía. La primera, caracterizada por la exaltación grandilocuente de las virtudes heroicas del pasado. Y la otra, el lamento de lo perdido. Ese pequeño verso, con todo y su intención irónica, demuestran que no solo Borges comprendió plenamente a Camões, sino que a través de él también llegó a comprender el alma lusitana.

No sé si Camões es extremadamente portugués o si Portugal es profundamente camoniano. Lo cierto es que no se puede entender la identidad nacional portuguesa sin Los Lusiádas. Da igual si vemos a Camões como un cronista que registró un amplio sentir de su tiempo o como el creador de toda una manera de ser, una cosmogonía. Probablemente la verdad esté en un punto medio entre esas dos opciones, enroscada en la rueda de causa y efecto de tal forma que ya nadie podría separar lo uno de lo otro, a Camões de Portugal.

Borges era especialmente adepto a extraer grandes rasgos culturales a partir de un cuerpo de obras procedente de una delimitada geografía, y lo hacía así en una de sus conferencias: «sabemos que Luis de Camões procedía por el lado del padre de estirpe gallega, por el lado de la madre, de estirpe portuguesa, que fue un caballero hidalgo, que se educó en Coimbra y que sintió quizá más que nadie esa pasión portuguesa, que no tiene nombre en español: la saudade”.

Sin duda que el mayor rasgo compartido que se le reconoce a la identidad portuguesa es su exaltación de la tristeza, a imagen y semejanza de la «epopeya y elegía» que Borges le atribuía a Camões. Es por eso que hoy, artículos sobre los portugueses y la tristeza son publicados por medios internacionales sin encontrar apenas resistencia local y la palabra saudade es repetida hasta la cursilería cuando se habla de su idioma. ¿Pero por qué es tan portuguesa esta tendencia a la melancolía, esta tolerancia hacia la tristeza que está tan presente en expresiones como el fado? Fado que viene del latín Fatum, o destino – el destino, casi siempre infortunado, que se acepta con entereza y resignación.

Y es que a pesar de que actualmente Portugal no despierte en el mundo más que una imagen de medianía estable y tibia, la historia portuguesa siempre se cuenta y recuerda oscilando entre momentos opuestos de gloria y decadencia, epopeya y elegía. Es por eso que el relato de Portugal, de lo que significa ser portugués, difícilmente puede prescindir de la idea de un pasado importante y perdido, y difícilmente puede no inspirar una cierta sensación de decadencia, y así, una saudade que se hereda.

La propia vida de Camões ejemplifica bastante bien esta convivencia con el declive personal y colectivo y su uso artístico. Soldado, bohemio, revoltoso condenado a servir en Oriente, administrador colonial de poca monta, arruinado y apresado en más de una ocasión; vivía con una gran idea entre ceja y ceja: contar en una épica la historia de su patria, porque -como a quien se le escapa la arena entre los dedos- presentía la decadencia, el romper de la ola.

Rememorando y fantaseando, buscaba con las manos el primer hilo del tejido de los ancestros que lo habían llevado hasta allí, tan lejos. Reyes y navegantes, campesinos y guerreros, que habían creado las circunstancias propicias para su vida actual cientos de años atrás. Es en esta labor retrospectiva que consigue vislumbrar un futuro mejor que su actualidad. Suena confuso pero no lo es si se entiende que es simplemente una visión saudosista, un anhelo de algo incierto, quizás algo que sabía de antemano nunca fue exactamente tan glorioso, pero que enseñaba un camino hacia adelante, un porvenir que le otorgaba un sentido, una misión.

Esta función que cumple el pasado en Los Lusíadas la explica muy bien Borges en su conferencia: «Camões, pues, posee perfectamente la antigüedad, estudia las matemáticas, la retórica, conoce bien a los clásicos y todo eso va saturándolo, no sé si él supo desde el principio cuál sería el fin de aquello, posiblemente fue sintiéndolo poco a poco, pero sé que antes, cuando apenas tenía bosquejada Los Lusíadas, la historia de los hijos de Luso, los portugueses -Luso es un hermano mitológico de Baco-, ya hubo quién lo llamó el Virgilio lusitano, y esa palabra, y ese título él llegó a merecerlo plenamente, pero no bastaba con los conocimientos, además de esa erudición enciclopédica, era necesario el sufrimiento, la pasión y sobre todo lo que sentimos con más intensidad, era necesaria también la desdicha, y quizá, para sentir mucho a un país -esto yo lo sé por experiencia personal y Uds. lo sabrán también sin duda-, sea necesario el alejamiento”.

Quizás es por eso que los grandes protagonistas de su obra son los navegantes. El mar sirve como un símbolo insuperable de lo incierto, de lo cambiante, de lo salvaje. Era en este mar que se abrían todas las posibilidades, era en este riesgo que aquellos que se atrevieran podrían aventajar a la competencia. Fuera de la literatura, esta misma idea, que ahora parece tan sencilla y evidente, conllevó muchas luchas, muchas victorias y fracasos. Y fue esa fricción la que acabó moldeando toda una cultura.

Quizás no exista mejor personaje para explicar los riesgos y recompensas del mar para los portugueses que el Infante Don Henrique, y así, una de las varias raíces de tanta melancolía.

«Así fuimos abriendo aquellos mares
Que generación alguna no abrió,
Las nuevas islas y los nuevos aires
Que el generoso Henrique descubrió” - Camões.

EL NAVEGANTE Y EL INFANTE SANTO

Ilustración 2 – «Partida da Armada do Infante D. Henrique para a Conquista de Ceuta (1415)”. Frescos en el Palacio de Justicia de Porto. – Jaime Martins Barata (1961).

Para 1400, ya habían pasado por la península romanos, suevos, visigodos y distintas oleadas de pueblos musulmanes. Portugal poseía entonces una identidad nacional consolidada, tan fundamentada en el catolicismo desde su origen que tras la reconquista a los musulmanes y los conflictos con León y Castilla, uno de los grandes hitos de su independencia vino con una bula papal que reconocía la soberanía de Afonso Henriques como Rey de Portugal. «Está claramente demostrado que, como buen hijo y príncipe católico, prestaste innumerables servicios a tu madre, la Santa Iglesia, exterminando intrépidamente en esforzadas fatigas y proezas militares contra los enemigos del nombre cristiano”, escribió el Papa Alejandro III en su misiva.

Pero más de trescientos años después de ese documento, seguía habiendo presencia musulmana en la península ibérica, como evidenciaba el longevo Reino nazarí de Granada. Es en este contexto que se moldea la personalidad y las obsesiones del infante Don Henrique, hijo del rey João I de Portugal.

Al otro lado del Mediterráneo se encontraba la ciudad de Ceuta, desde donde en siglos anteriores se había lanzado la conquista mora de la península ibérica. Con una ubicación estratégica, quien la controlara tendría un enclave privilegiado en la ruta del oro sudanés y un puerto capaz de neutralizar a los corsarios musulmanes en el mediterráneo.

En el «Livro da guerra de Ceuta” de Mateus de Pisano, se cuenta que los más interesados en emprender una campaña para tomar Ceuta eran tres de los hijos del rey, entre ellos Don Henrique: «Fueron los tres hermanos a verse con El Rey, y comenzaron a buscar persuidirlo a que, con una armada que preparase, se dirigiera a Ceuta y allí los armara caballeros. Pues antes querían, decían ellos, someterse a los azares de la fortuna, pasar trabajo y enfrentar peligros que recibir honores de caballería en festines, que ablandan el vigor del ánimo y aflojan la disciplina militar”.

Con el propósito manifiesto de nombrar a sus hijos caballeros, pero también bajo un claro espíritu cruzado y comercial, los infantes y el rey atravesaron el mediterráneo y tomaron Ceuta en 1415.

Comercialmente no fue tan provechoso como se esperaba. Rodeada de enemigos, las rutas de caravanas dejaron de pasar por allí y la ciudad se reveló pronto una carga para el Reino, que además de proveerla debió incluso rescatarla de un sitiado. A pesar de eso, la conquista de la ciudad es ampliamente considerada como un punto de inflexión que marcaría no solo a Portugal, sino al resto del mundo durante los siglos venideros.

«Esta crónica es la epopeya de la primera empresa acometida por los portugueses más allá del mar”, escribió el orientalista Francisco Maria Esteves Pereira en una reedición de «Crónica da tomada de Ceuta por el Rei D. João I” de Gomes Eanes de Zurara. A la ciudad este cronista le da varias veces el título de «llave del Mediterráneo”. En una de esas ocasiones, en la «Crónica do Conde D. Pedro de Meneses”, describe la funcionalidad múltiple de la ciudad tomada: «Como la ciudad de Ceuta era casi la llave del mar Mediterráneo, cualesquiera navíos que se armaban contras los infieles venían allí a anclar”.

La expansión portuguesa tuvo consecuencias geopolíticas importantes: «En este espacio se cruzaban las tramas mercantiles de Génova, Pisa, Cataluña y Mallorca”, dicen Jorge Nascimento Rodrigues y Tessaleno Devezas en «Portugal: o pioneiro da globalização: a Herança das descobertas”. «Túnez, Bougie (Bejaia, Argelia) y todo el Marruecos septentrional eran los principales nudos del «otro lado». Portugal surgía como intruso en estos sistemas de alianzas seculares. Un ‘cisne negro’ irrumpía donde no se lo esperaba”.

Ilustración 3 – «Os Descobrimentos», tapicería. Forte de S. Julião da Barra – Jaime Martins Barata (1949).

Don Henrique se habría mudado al extremo sur del país, cerca del imponente acantilado conocido como el Cabo de San Vicente. Cuenta la leyenda que allí construyó un astillero y un palacio con el primer observatorio astrológico del Reino. La idea era ofrecer un puerto seguro a los barcos que estuvieran de paso a cambio de sus conocimientos. Este influjo de marineros y estudiosos dio origen a que se formara alrededor del Infante la mítica Escuela de Sagres. Mítica en el sentido estricto de la palabra: hay serias dudas sobre su historicidad.

Sin embargo, Zurara describe brevemente en la «Chronica do descobrimento e conquisita de Guiné» una visita que realizó cuando se hallaba en construcción una «Honrada villa que este príncipe mandó hacer en el cabo de San Vicente. Allí donde se combaten ambos mares, es decir, el gran mar Occiano con el mar Mediterráneo. Y de las perfecciones de esta villa no puedo mucho hablar, porque al momento de la escritura de este libro en ella no había más que los muros, que eran de buena fortaleza, con algunas pocas casas, pero se trabajaba en ella continuamente. Según el común entender, lo que el infante quería allí hacer era una villa especial para el trato de mercadores, para que todos los navíos que atravesaban del levante para el poniente pudieran allí anclar y encontrar mantenimiento y pilotos«.

En cualquier caso, incluso de no haber existido tal cosa como una escuela formal de navegación en Sagres, la terca recurrencia de las expediciones marítimas a partir de la conquista de Ceuta parecen ser prueba suficiente de que existió tal cosa como un esfuerzo institucionalizado del reino, liderado por el infante Don Henrique, para aprender a dominar el mar.

Fue bajo su comando que se hizo el redescubrimiento y la colonización del archipiélago de Madeira y también de las Azores, fruto de un cambio de paradigma realizado desde la dirección de la Orden de Cristo, sucesora de los Templarios en Portugal. Por eso dijo el historiador Jose Hermano Saraiva en uno de sus populares programas de historia portuguesa: «La más notable de todas las empresas del Infante fue la transformación de la actividad marítima de la Orden de Cristo, una actividad puramente militar, en una actividad científica. Ahora, en vez de correr detrás de los corsarios moros, íbamos por mundos nunca antes navegados e intentábamos encontrar una imagen nueva del mundo«.

Por ese entonces, el cabo Bojador era el límite marítimo del mundo europeo. Se pensaba que más allá de él hervía el agua y los monstruos acechaban, por eso también se le conocía como el Cabo del Miedo. Es increíble pensar que una pequeña protuberancia en la costa de Marruecos, poco después de las Islas Canarias, constituía el límite de África para los europeos. Zurara resume los argumentos de los marineros renuentes a pasarlo: «Después del cabo no hay gente ni población alguna; la tierra no es menos arenosa que los desiertos de Libia, donde no hay agua, ni árbol, ni hierba verde; y el mar es tan bajo, que a una legua de la tierra no hay de profundidad más que un brazo. Las corrientes son tan fuertes, que cualquier navío que por allá pase, jamás y nunca podrá regresar«.

Hoy se sabe que la razón por la que tantos barcos no consiguían pasarlo se debe a los arrecifes, las profundidades de apenas dos metros a kilómetros de la costa y los fuertes vientos provenientes del Sahara.

Durante 12 años envió expediciones el Infante, quince en total, todas fracasadas porque incluso aunque se enviaran «hombres que por su experiencia en grandes hechos eran de los nombres más aventajados en el oficio de las armas, nunca alguno osara pasar aquel cabo de Bojador para saber sobre la tierra más allá, como el Infante deseaba«.

Con terquedad envió una más, y fue esa, la décimo sexta, capitaneada por Gil Eanes, su escudero, la que sobrepasó el Bojador y regresó con un puñado de flores para demostrarlo. «No hay duda de que, con el paso del acantilado que el Príncipe había identificado como Cabo Bojador, una efectiva -aunque enteramente ilusoria- barrera psicológica hacia la exploración marítima de la costa africana por los europeos había sido removida», escribió el historiador Peter Edward Russell en «Prince Henry ‘the Navigator’: A Life«.

Esta persistencia del Infante, que lo acompañó toda su vida, estaba enmarcada en un mítico sueño que habría tenido y que Duarte Pacheco Pereira, un cosmógrafo y navegante, describió en su misterioso manuscrito «Esmeraldo de Situ Orbis«:

«(…) para escribir la causa que movió a descubrir estas Etiopías de Guiné de las que principalmente tratamos, y como quiera que los virtuosos varones amigos de Dios y de limpio corazón enemigos de la avaricia nunca son desamparados de la gracia del Espíritu Santo yaciendo el Infante una noche en su cama le vino en Revelación como haría mucho servicio a nuestro señor descubrir las dichas Etiopías; En dichas regiones se encontraría tanta multitud de pueblos nuevos y hombres negros (…) cuyo color y maneras y modo de vivir alguien [no] podría creer si no los hubiera visto; y que de estas gentes muchas partes de ellas habían de ser salvadas por el sacramento del santo Baptismo siéndole además dicho que en estas tierras se encontraría tanto oro con otras tan ricas mercancias con que bien y abundantemente se mantendrían los reyes y los pueblos de estos Reinos de Portugal, y se podría hacer guerra a los infieles enemigos de nuestra santa fe católica«.

Este sueño ayuda enormemente a contextualizarnos en la mentalidad de la época y en las intenciones de las personas involucradas, aportando una dimensión espiritual a los descubrimientos que -gracias a las examinación anacrónica tan predominante- suele obviarse a pesar de haber sido, para aquellos involucrados, a menudo la principal motivación para sus acciones.

«Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace.
Dios quiso que la tierra fuera toda una,
Que el mar uniese, ya no separase.
Te consagró, y fuiste develando la espuma«.
-«O Infante» - Fernando Pessoa.

El mundo era otro; uno con vagas nociones espaciales, identidades nacionales que en la mayoría de los casos no son ni equivalentes a las actuales, donde las implicaciones de la religión para nada se limitaban al ámbito interno de los individuos, la autoridad proveniente del poder divino era más la norma que la excepción y comunidades enteras perseveraban o desaparecían dependiendo de sus decisiones en estos sistemas de alianzas culturales. El comercio de esclavos entre los musulmanes y los monarcas africanos no parece dar señal tampoco de que en otras partes existiera la semilla de algo semejante a la idea de los Derechos Humanos. Podemos decir que las apuestas y riesgos eran otros. Pronto Constantinopla dejaría de ser cristiana para siempre, poniéndole fin a los casi mil quinientos años de Imperio Bizantino. A finales de siglo, las fronteras del Imperio Otomano estaban a un corto salto de agua de Italia, ocupando casi todos los Balcanes y ese, es fácil imaginar, era el mayor tema de conversación geopolítico en Europa.

Ilustración 4 – «Serigrafias sobre o poema épico Os Lusíadas de Luís de Camões» – Lima de Freitas (1972).

 »Y se vio la tierra entera, de repente, 
Surgir, redonda, del azul profundo» (…) – Fernando Pessoa.

Suficiente epopeya, viene la elegía: Tánger. 22 años después de la conquista de Ceuta, 3 años después de pasar del Bojador. Henrique había estado intentando convencer a su padre durante años de expandir la presencia portuguesa en el norte de África. Su teoría era que conquistando Tánger, Alcazarseguir y Arcila se podría dominar todo el norte de Marruecos, extendiendo las fronteras portuguesas a uno y otro lado del mediterráneo. A pesar de que su padre, João I, veía con simpatía la idea, murió sin llevarla a cabo. Henrique entonces decidió intentar convencer al nuevo rey, su hermano Duarte, pero más o menos todos estaban en contra de la expedición por razones logísticas.

Sin embargo, con el pasar del tiempo y tras distintos tejemanejes políticos, Henrique logra que se sume su hermano Fernando, que se emita una bula papal otorgándole los mismos privilegios de una cruzada y que el rey lo aprobara. Una de las razones que llevaron al rey Duarte a autorizar la expedición, según lo que él mismo escribió, consistía en cumplir la voluntad de su padre, quien en su lecho de muerte les encomendó continuar la campaña africana: «(…) Sobre esto fueron las últimas palabras que nos bien pudo hablar, y muchas veces nos dijo tales palabras, que mucho nos obligaban a proceder en esta conquista«.

Partieron de Lisboa con apenas la mitad de los reclutas que habían planificado en un principio, unos 6 mil, pero incluso con un número tan reducido frente a sus expectativas, tuvieron problemas transportándolos porque no llegaron todos los barcos contratados para la tarea. Incluso así, decidieron seguir adelante.

Hicieron escala en Ceuta, desde donde el infante don Fernando continuó en los barcos y don Henrique siguió por tierra, avanzando en una lenta travesía a través de las montañas que seguramente alertó a los moros de su presencia.

El Rey Duarte había dado varias órdenes que Henrique desobedeció. Una de ellas decía que en caso de no poder tomar la ciudad en la primera semana, se retiraran a Ceuta. También había instruído que construyeran una empalizada desde el campamento del sitiado hasta la playa, asegurándoles una vía de retorno a los barcos. Probablemente para evitar deserciones, Henrique ignoró esta última instrucción y aisló completamente el campamento dentro de la empalizada.

Confiando en la inestabilidad interna del Sultanato de Marruecos, subestimaron gravemente la capacidad de ellos para olvidar sus conflictos y reunir fuerzas para repelerlos. Hombres de todo el sultanato se pusieron a disposición del comandante de la ciudad, quien para mayor gloria poética e histórica era Salah ibn Salah, el mismo que unos veinte años atrás había perdido Ceuta a manos de los portugueses.

Los relatos que hablan de la cantidad de combatientes moros deben ser seguramente exagerados, porque suenan imposibles. El padre Jeronymo de Ramos escribió: «(…) llegó sobre ellos el Rey de Fez con su alguazil Lazeraque (…) y con todo el poderío morisco de los reinos y comarcas de aquella tierra al rededor, que sería noventa y seis mil a caballo y más de seiscientos mil a pie». Rui de Pina, por su parte, habla de «(…) hasta sesenta mil a caballo y setecientos mil hombres a pie«. Y el más moderado de ellos, Inácio da Costa Quintella, escribe que había en la ciudad al principio unos 7 mil hombres a los que habría luego que sumarles «(…) un ejército de moros, que se decía ser de diez mil caballos y noventa mil hombres a pie«.

En cualquier caso, el patrón es lo suficientemente repetitivo como para entender el punto: los portugueses estaban absolutamente sobrepasados, apabullados, arrasados. Las discrepancias entre cada crónica revela algo muy importante: para los sobrevivientes, la diferencia numérica era tan grande que se encontraba más allá de lo concebible. Los portugueses, que habían ido con la idea de sitiar la ciudad hasta su rendición, se encontraban, de pronto, absolutamente atrapados dentro de su propia empalizada. El horror.

En alguno de los embates fue tal la confusión que Henrique estuvo a punto de morir junto a su caballo: «El Infante D. Henrique estuvo aquí perdido, porque retirándose a sus trincheras, y haciendo la retaguardia, le mataron su caballo, y quedó a pie en el medio de los enemigos, de donde milagrosamente salió, sacrificándose para salvarlo Fernão Álvares Cabral (…)«, cuenta Quintella.

Dentro de la empalizada, cada vez tenían menos agua y la comida era tan poca que comenzaron a comerse la carne de sus propios caballos, que «por falta de leña la comían no cocida» con asco, dice de Pina, quien también cuenta que la falta de agua era tal que muchos chupaban el lodo para extraer algo de humedad. Durante 25 días sitiaron los portugueses a Tánger. Por 12 días fueron ellos sitiados por los marroquinos. En total, 37 días patéticos.

Comenzaron las negociaciones para una rendición y acordaron que los portugueses dejarían el campamento, con todas sus armas y caballos, se irían a los barcos con la promesa de regresar Ceuta a los marroquíes y »que quedaran en paz, la cual se obligó al Infante que El Rey diera por mar y por tierra a toda la Berbéria por cien años«, dice de Pina. Para garantizar que subirían a los barcos sin ser atacados, se les permitió llevar como rehén al hijo de Salah. Y para garantizar que los portugueses devolverían Ceuta, se entregó como garantía al hermano de Henrique, el príncipe Fernando.

«Vio ser cautivo el santo hermano Fernando,
Que a tan altas empresas aspiraba,
Que por salvar al pueblo miserando,
Cercado, al Sarraceno se entregaba (…)» - Camões.

Camino a los barcos, surgió una escaramuza y algunos portugueses murieron, hecho que sería usado por Henrique para argumentar que los moros habían roto el acuerdo. Ya en los barcos, Henrique decidió llevarse al hijo de Salah.

Henrique no regresó a Lisboa para darle la cara al Rey, como correspondería al líder de la expedición, sino que se quedó en Ceuta para poder encargarse del tema con mayor cercanía, pero parece haber entrado en una depresión profunda. «(…) atravesó, como era de esperarse, una seria crisis espiritual durante la cual quizás cayó en uno de esos periodos de apatía hacia los asuntos del mundo que Zurara sugiere que a veces sobrepasaban a este hombre normalmente hiperactivo y aparentemente seguro de sí mismo«, dice Russell sobre este periodo.

De una forma sorprendentemente participativa, el rey reunió las cortes para tratar las posibles opciones con respecto a Ceuta, porque «no parecía justo ni honesto retirarla así de su corona sin primero hacerlo saber. Porque muchos de ellos y sus padres con sus armas fueron de ayuda a El Rey su señor para ganar a los infieles, como también por pertenecerles parte del señorío, pues eran miembros del cuerpo, del cual él era cabeza y señor«, dice de Pina.

Algunos vieron en esta oportunidad una excusa perfecta para deshacerse de la carga que representaba para el Reino mantener aquel enclave. Pero estaban muy lejos de llegar a un consenso y el tiempo fue pasando. Quizás lo más desolador, para muchos incomprensible, es que Henrique votara en contra de canjear a Fernando por Ceuta.

Es precisamente por estas sombras que es tan importante saber qué rol jugaba Fernando en todo esto, si era verdaderamente un voluntario cabal. Según Zurara, el Infante Don Henrique se ofreció inicialmente como rehén pero fue impedido por su Consejo de guerra: «(…)con un santo y provechoso propósito, insistió para quedar como rehén, y no su hermano, con la intención de que después que viera a los cristianos salvados, no consentiría que Ceuta, ni otra cosa de mucha relevancia, se diera por él«.

Al no ponerse de acuerdo las cortes, la opción de honrar el pacto y devolver Ceuta fue vista como la última posibilidad mientras se buscaba proponer otras fórmulas, como ofrecer la liberación de cautivos moros en varios otros reinos cristianos o conspirar para lograr un escape. Fernando, sin embargo, sabía que esto no funcionaría y menciona en varias cartas que los moros no aceptarán canjearlo por nada que no fuera la devolución de Ceuta. Estas cartas contradicen la versión que retrataba a Fernando como un mártir de principio a fin, alguien que se sacrificó a imitación de la pasión cristiana.  «Una serie de cartas enviadas por el infeliz príncipe desde su prisión marroquina en Fez, suplicando por la rendición de Ceuta para asegurar su libertad, fallan notablemente en sugerir que tenía algún gusto por una muerte de mártir«, dice Edward Russell.

Poco después del desastre de Tánger, el rey Duarte se enfermó, probablemente de peste. Aunque según de Pina, la opinión mayoritaria era que la causa de su debilitamiento se debía a «(…) la desigual tristeza y continua pasión que por la desventura del suceso del cerco de Tánger tomó; y no por la intención de la empresa no ser en sí santa y buena (…) sino por no hacerse como debía y porque El-Rey aquel viaje de los Infantes no solamente lo consintió sin el consejo que debió, sino incluso contra el consejo y la voluntad de la mayoría«. Ahora, la voluntad de la mayoría parecía aconsejarle no ceder Ceuta.

Al rey se le planteaba una desgarradora encrucijada: podía entregar Ceuta, con lo que «(…) perdía la mayor honra que Portugal había ganado, y arrancaba de su corona el título del señorío de Ceuta que El-Rey D. João su padre tan honradamente ganara, y lo dejara en su sepultura escrito en piedra sobre sus huesos, para que él lo aumentara y no para que lo disminuyera«. Pero si no cedía y rechazaba el intercambio quedaba «(…)su alma de gran dolor atormendada, dejando perder en poder de los infieles a un hermano legítimo muy amado, y que por su servicio pusiera su vida en peligro, y por salvación de muchos de sus vasallos, y por tanto le parecía ingrato consentir la muerte deshonrosa a quien debía dar vida con honra y nobles títulos«.

Apenas un año después del desastre de Tánger, Duarte, el Rey Filósofo, murió sin tomar una decisión, de Pina aprovecha para hacer una interesante sugerencia conservadora: «Queda como claro ejemplo a los que administran las cosas públicas, que más esperanza de bien y mayor descanso tendrán en sus vidas para con honra y alabanza vivir, si siguiendo debido consejo fallan, que si por suerte triunfan sin seguirlo«.

En su testamento, el rey Duarte «dejó encomendado que por dinero, o por algún otro partido sacaran al Infante D. Fernando del poder de los moros; cuando por esta vía no fuera posible, que todavía Ceuta se diera por él«. Sin embargo, el reino, en los problemas de palacio típicos de cada sucesión, puso el cautiverio de Fernando en segundo plano durante algún tiempo. A pesar de eso, sí se realizaron intentos de fraguar un escape y también de entregar finalmente la ciudad. Ninguno, sin embargo, prosperó.

Ya en el cuarto año de su cautiverio, Fernando escribe una carta dirigida a su otro hermano, Don Pedro, el regente del reino luego de la muerte del Rey Duarte: «Te certifico que no perdemos la buena esperanza de ayuda y socorro de Nuestro Señor Dios y de la Virgen Maria, su madre, Nuestra Señora y (…) en ti, señor hermano, que sé que me tienes tamaño amor, que mayor no puede ser, y espero que, por librarme, haces y harás como por ti mismo«.

Fernando se expresa, desesperado, de una forma que dista enormemente de cualquier forma de aceptación: «Y así te pido, por misericordia, que consideres, señor, que no solamente me rescatarás el cuerpo, pero todavía más el alma y que, según Dios y según el mundo, no puedes hacer más meritoria ni virtuosa obra de tu honra y de la de todo el reino, mayormente por ser tu hermano, y que sabes el porqué yazgo aquí, de forma que, por todas las maneras y diligencias, yo no me pierda, como me parece que se ha ordenado, si Dios y tú no me socorren con tiempo«.

Fernando, el Infante Santo, nunca fue liberado y murió luego de 6 años de cautiverio y esclavitud en distintas prisiones marroquinas. El alguacil y regente de Fez ordenó que otros prisioneros cristianos abrieran su cuerpo, le sacaran las tripas y lo rellenaran con plantas para que se conservara el cadáver hasta que «su gente cumpliera«. Según Frei. João Álvares, secretario y compañero de prisión de Fernando, acabó haciéndolo solo una persona porque todos los demás se negaron. Lo cierto es que lograron conservar las tripas y el corazón del Infante en una gran olla de barro. «(…) y todo fue muy bien salado; e hicieron en un rincón de la casa una cueva, en la que enterraron aquellas ollas bien cubiertas». Su cadáver, relleno de paja, fue colgado desnudo y de los pies de las murallas de la ciudad de Fez para que todos pudieran hacer escarnio de él.

En 1451, nueve años luego de la muerte de D. Fernando, Fr. Álvares fue liberado y llevó consigo los restos que habían preservado del infante, siendo llevadas al Monasterio de la Batalla, donde reposarían junto a las tumbas de sus familiares. Sus huesos tardaron 40 años en llegar, en 1472, siendo recuperados luego de negociaciones posteriores a la toma de Arcila y -ahora sí- Tánger.

Ilustración 5 – D. Henrique, con una carabela en sus manos, seguido por el Infante Santo, arrodillado, en el Padrón de los Descubrimientos de Lisboa. – Cottinelli Telmo y Leopoldo de Almeida (1940).

Detrás de esta construcción de Fernando como mártir, varios dedos apuntan a Henrique. Comenzando por el hecho de haber comisionado a Fr. Álvares a escribir un recuento de los sufrimientos del príncipe, con vistas a un proceso de beatificación en la Iglesia. Pero en las cartas queda claro que de asemejarse a Cristo, solo se parece al humano que protestaba en la cruz «Padre, ¿por qué me has abandonado?«.

Almeida Garret, uno de los escritores clásicos portugueses, culpa al propio Camões: «(…) debiéndosele a Camões la popularidad de tan insigne hecho, débesele también el vulgarizar un error común – pues generalmente se cree por parte de quienes no han profundizado nuestra historia (¡y cuántos lo hacen!) que por su voluntad única el infante quisiera antes pasar la vida de señora hecha esclava, por no darse a los Moros la fuerte Ceuta; lo que no es así. Ni fue el infante ni su hermano el Rey D. Duarte, pero sí las Cortes, las que decidieron que no se diera Ceuta por el rescate del Infante. Lo que el rey mucho sintió, pero no osó contradecir«.

Dado el consenso generalizado en su época sobre las causas del fracaso de Tánger, más la reconstrucción posterior que historiadores como de Pina hicieron, todo este episodio es una mancha en el historial del Infante Henrique. Aunque también hay que señalar que otros historiadores contemporáneos, como el profesor de la Universidad de Coimbra, Antonio Manuel Ribeiro Rebelo, han puesto en duda la buena fe de de Pina y por consiguiente de aquellos que posteriormente lo usaron como fuente principal para construir el relato de la personalidad tanto de Henrique como de Fernando (en concreto, Oliveira Martins y Julio Dantas). Dice Ribeiro Rebelo en su defensa de los hermanos: «D. Duarte es mostrado como un rey débil y de mente cerrada. D. Henrique, Maestro de la Orden de Cristo, sucesora a la Orden de los Templarios, es pintado como un guerrero irresponsable (…). D. Fernando es pintado o como una víctima, o como una persona ambiciosa, egoísta y codiciosa«. Finalmente, acaba concluyendo: »(…) D. Henrique y D. Fernando solo siguieron los principios nobles de la caballerosidad del siglo 15 (…) y apuntaron hacia los objetivos de la Orden de Cristo«.

Saraiva ofrece una defensa de la memoria del personaje: «Muchas personas dicen que es una mancha en el caracter del Infante Don Henrique. Yo pienso que no, que no lo es. Lo que él pensaba es que una ciudad que había costado ya en esa altura tanta sacrificio, tanta sangre a los portugueses, que era una pieza gloriosa de la Corona de Portugal, no se podía entregar para salvar apenas a una persona, incluso si esa persona fuera un príncipe, un príncipe hijo de João de Buena Memória, y hermano del rey Don Duarte«.

De cualquier forma, las dimensiones que este episodio trágico abre para el estudio de estas figuras son apasionantes: ¿Pactó Henrique sabiendo que no honraría el trato? ¿Entregó entonces a su hermano a la muerte? ¿Lo hizo siguiendo el más egoísta instinto de conservación propio o hubo allí una forma de nobleza? Una nobleza similar a la de Judas: entregarse a la historia como un traidor, pero sabiendo que su escarnio aseguraba la sobreviviencia del resto del ejército portugués y la continuación de la expansión cristiana. Tal vez, como defiende Saraiva, esta aparente crueldad, esta sangre fría, solo aumenta sus virtudes como estadista, pues estuvo dispuesto a sacrificar -en perjuicio de su vida pública y su paz mental- a su propio hermano por el bien mayor del reino. Sería, según esta última hipótesis, una decisión de impresionante desapego y lealtad ante los asuntos públicos.

O quizás estamos leyendo demasiado y todo fue fruto del miedo. Quizás les reconocemos muy poco margen de maniobra accidental a las grandes figuras históricas, tal vez los deshumanizamos tanto que parte de la mitificación consiste en negarnos a concebir la posibilidad de que podrían actuar sin estrategia, sin mayor intención que la de huir, como las ratas, como los humanos.

Ilustración 6 – Azulejos que muestran al Infante D. Henrique en el Cabo de San Vicente. Paço de Arcos, Oeiras (1775).

Henrique el Navegante, el Infante de Sagres, el Inventor de las Islas, moría en 1460 en Sagres, dejando encomendado que se rezaran miles de misas por su alma.

Para Saraiva, el legado del Infante es claramente el de un adelantado estratega que se propuso concretizar un sueño de ambiciones globales: «No quiero decir que no hubiera anteriormente navegadores que se aventuraron al mar; ahora, una iniciativa nacional, presidida por príncipe de la casa real, que prosigue su proyecto durante la vida entera para revelar la verdadera cara del mundo, es un hecho perfectamente único de la historia de Portugal. (…) Portugal es el único país en el que un miembro muy importante de la casa real, jefe de la Orden de Cristo, una orden poderosa y rica, toma esa empresa en sus manos y la dirige. Los descubrimientos en otros países son actividades privadas y en Portugal son una empresa del Estado, por eso duradera y dirigida con método permanente«.

La historia de la progresiva expansión marítima encomendada por los sucesores al trono de Portugal le da la razón a esa afirmación. Esta misión del Estado llevó a que en ese mismo siglo Bartolomeu Dias contornara el Cabo de Buena Esperanza, luego Vasco da Gama llegara a la India, Duarte Pacheco Pereira alcanzara probablemente el Amazonas y Pedro Álvares Cabral definitivamente anclara en Brasil. Un pequeño país, siempre en desventaja numérica frente a la mayoría de sus vecinos europeos, se establecía como una superpotencia marítima y comercial en el siglo XV y XVI, siendo ampliamente considerado el primer imperio global.

Ilustración 7 – Países con al menos un territorio (anacronístico) parte del Imperio Portugués.

«En su trono entre el brillo de las esferas,
Con su manto de noche y soledad,
Tiene a los pies el mar nuevo y las muertas eras —
El único emperador que tiene, de veras, 
Al globo mundo en su mano”.
-A Cabeça Do Grifo (O Infante D. Henrique) - Fernando Pessoa.

Un imperio que no solo atañe a los descubrimientos portugueses, porque en los puertos cosmopolitas de Portugal, y sobre esas naves que llevaban la cruz de la Orden de Cristo de la que fuera Maestro el Infante, aprendieron muchos otros, como Cristóbal Colón, el tal vez genovés (o tal vez portugués) que tras llegar náufrago a Portugal hizo vida con su hermano cartógrafo en Lisboa, seguramente participando en algún punto en las navegaciones portuguesas hacia África y con certeza estando en la ciudad mientras otros navegantes como Bartolomeu Dias regresaban a contar sus hazañas.

Las sombras del Infante D. Henrique sirven para ejemplificar el comienzo de la relación portuguesa con el mar: incertidumbre, conquista, sacrificio y la bifurcación del estilo de vida de lo que había sido hasta ahora un pueblo esencialmente agrario y comercial, montañés y costeño. A partir de las navegaciones de Henrique, se pueden crear dos relatos: el de los que parten y el de los que se quedan, el de los que se aventuran y el de los que los esperan. Nuevamente, la epopeya y la elegía de un mismo pueblo.

En el desastre de la expedición a Tánger hay algo, digamos, profundamente igualitario en que la mayor humillación la haya recibido el propio líder de la expedición y que el sufrimiento hubiera tocado, especialmente y para hincapié de la historia, a la familia real. Se podría pensar en el suplicio de Fernando como un sacrificio premonitorio que adelantaría los miles que se avecinarían una vez los portugueses hicieran vida más allá del mar. En ese sentido, es una historia profundamente conmovedora: luego de la primera bocanada de gloria, vino un enorme precio a pagar. Se reveló la otra cara de la moneda y Henrique entendió que la palabra ventura, sinónima de suerte, también significa riesgo.

Esta relación portuguesa con el mar la recoge extraordinariamente bien Fernando Pessoa en su poema «Mar portugués»:

«¡Oh mar salado, cuánta de tu sal
Son lágrimas de Portugal!
¡Por haberte cruzado, cuántas madres lloraron,
Cuántos hijos en vano rezaron!
¡Cuántas novias quedaron por casasarse
Para que fueras nuestro, oh mar!

¿Valió la pena? Todo vale la pena
Si el alma no es pequeña.
Quien quiere pasar más allá del Bojador
Tiene que pasar más allá del dolor.
Dios al mar el peligro y el abismo le dio,
Pero en él es que reflejó el cielo».

Esas palabras podrían usarse para explicar bastante bien la mentalidad portuguesa frente a la migración, la tendencia -más allá de las circunstancias económicas- a asumir el riesgo de zarpar «por mares nunca antes navegados«, como dice Camões, ayudados como él por la inspiración de «aquellos que por obras valerosas / Se van de la ley de la muerte liberando«. Está presente, pues, una cierta idea de sacrificio, de valentía ante el sufrimiento, de obligatorio penar en esta vida, que creo que difícilmente se pueda conseguir en la producción cultural de otros pueblos con tanta consistencia a lo largo de los siglos. Esta ausencia del suelo peninsular portugués, la distancia y lejanía, en lugar de disminuir la autoridad moral y el vínculo con la patria, lo aumentan. Casi parece que no se puede ser plenamente portugués si no se ha sido emigrante, si no se ha ejercido -y padecido- la aventura del mar.

Como dijo el gran Rodrigo Amarante: «Errare humanum est quiere decir literalmente Errar es humano, que nosotros lo decimos cuando alguien hace algo equivocado, pero en verdad ese errar viene del errante, no de cometer un error; es de querer descubir lo desconocido, de soñar, de vislumbrar. Entonces, soñar es humano… A pesar de que los perros también sueñan, pero ese es otro sueño«.

Tomamos por sentado el milagro del viaje humano, la interconexión del comercio, la multiculturalidad. No reflexionamos mucho sobre la absoluta singularidad histórica que representa poder comprar baratijas por internet, que zarpen desde algún puerto chino y lleguen a nuestra casa en un par de semanas. O cosas menos evidentes, como tener un estándar de comunicación preestablecido para interactuar con gente al otro lado del globo. Nos cuesta menos imaginar el encuentro de dos mundos viendo a los extraterrestres de Arrival que leyendo algunas de las anécdotas en las crónicas de la expedición de Vasco da Gama. Como por ejemplo, que los portugueses tomaron a los hindús por cristianos y al rezar en sus templos se sorprendieron porque las representaciones de los santos «eran pinturas extrañas, con figuras de dientes que les salían varios centímetros de la boca y con cuatro o cinco brazos«.

Fueron estos caminos torcidos de luces y sombras los que nos heredaron la lusofonía; un idioma maleable, extremadamente mestizo y de mucho espacio para el pensamiento abstracto, todo el espacio del mismo mar. Una lengua que es promontorio desde el que se sueña, barco con el que se navega, tierra sobre la que se descansa. Así, más allá del colapso del imperio (como cualquier obra humana), sí que se cumplió para la eternidad aquello que Camões vislumbraba con insuperable gracia poética: «Nuevos mundos al mundo irán mostrando«.

Son estos mundos los que habitamos y así se construyeron.