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Narcopolítica y constituyente

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Es una realidad trágica, silenciada o trivializada la de la colusión del narcotráfico con la política en América Latina. La denuncia más relevante al respecto la formuló en 1995 el ex presidente de Colombia Andrés Pastrana, secuestrado años antes por el patrón del mal, Pablo Escobar, cuando señaló la relación del entonces candidato y luego gobernante Ernesto Samper Pizano, hasta hace poco secretario general de la Unasur, mimado del Palacio de Miraflores, con el Cartel de Cali.

El saldo del estirar y encoger histórico entre el mundo político y el negocio de las sustancias malditas en el vecino país está a la vista. Llegan hoy al Congreso, sin corromper voluntades ni poner bombas a sus obstáculos como lo hiciera Escobar, antes bien con el aplauso de las instituciones morales más respetadas del mundo, los capos que las producen y comercian, vestidos de redentores.

Las series de televisión abundan acerca de la trama. Son famosas. Y quizás por haberse hecho habitual el tema, al ritmo de esas series que excitan los espíritus mundanos, relajan miedos, muestran verdades en su crudeza, nadie siente vecino o veraz el peligro del narcotráfico. Ni pondera su fuerza destructora, disgregadora de lo humano, corruptora total de la total armazón de nuestras sociedades y repúblicas. ¡Y es que los victimarios han sido victimizados!

La cultura de la muerte, fibra muscular de la diabólica actividad, se asume, es el caso venezolano, como algo natural, lejano del escándalo.

Acaba de salir al mercado el videojuego Tom Clancy’s Ghost Recon Wildland, que supone la toma por un cartel mexicano de la hija predilecta de nuestro Libertador, Bolivia, para crear dentro de sus predios un narco-Estado. Mas lo cierto es que, sinuosamente, en un trabajo paciente de corrupción, que forja redes y vence resistencias de todo orden, ese videojuego tiene su soporte real en Venezuela.

Llenos de sobresaltos políticos y de hambrunas, prisioneros de una constituyente dictatorial que mejor parece una junta de gobierno integrada por personas de dudosísima reputación, conducida por lo más podrido del narcorrégimen de Nicolás Maduro, la opinión ha pasado por alto esa grave enfermedad que nos contamina y condiciona. Es, justamente, la que nos impide nuestra recuperación y libertad: nuestro secuestro por el narcotráfico.

El causante, fallecido bajo el cuidado de los capos mayores –¡armas de lucha contra el imperio!– al apenas inaugurar su mandato acelera sus relaciones con la narcoguerrilla colombiana. Pacta con ellas el 10 de agosto de 1999 su modus vivendi revolucionario.

Las obligaciones recíprocas son concretas. Armas por drogas, uso de nuestro territorio como aliviadero y nueva sede gerencial del negocio, suministro de precursores químicos, creación de bancos de los pobres para el lavado de los dineros sucios, y respeto, eso sí, por ambas partes, de sus respectivos dominios.

Así, el país salta de 4.500 homicidios al año, en 1998, a casi 30.000 el pasado año. La descripción de lo inevitable la hace quien mejor ha estudiado el tema, Juan Manuel Mayorca: “Las operaciones en Venezuela comportan escaso riesgo. Se acentuará el paso de sustancias prohibidas…, así como el traslado de otras fases de la industria, como son la producción de cultivos ilícitos y el reciclaje de los capitales generados por estas operaciones”; todas, casualmente, bajo vigilancia de quienes monopolizan la lucha contra el flagelo, actores de la Fuerza Armada.

A mediados del año 2000, al efecto, se restringe el control norteamericano del narcotráfico y lo justifica el canciller, José Vicente Rangel: “Es una cuestión de soberanía”.

Lo que viene luego es historia larga y penosa, que llena de vergüenza.

No hay espacio en la columna para escrutar hitos: el affaire de Salid Makled; la formación de comandantes leales para el manejo de la narcorrelación bilateral; el control de los puertos y aeropuertos y de los registros inmobiliarios; el asesinato del ex gobernador de Apure y del fiscal Danilo Anderson; el escándalo en Aruba del Pollo Carvajal, recibido con honores por la primera dama; los testimonios olvidados del ex magistrado Aponte Aponte, quien libera narcotraficantes por órdenes del Palacio de Miraflores y es tirado al pajón por el teniente Diosdado Cabello; los roles del general Reverol o El Aissami y su hermano, dueños de las rutas hacia el Medio Oriente, o el asunto de los sobrinos y las redes que los vinculan, afuera y adentro.

Sobran datos para desnudar el oscuro proceso que se pone en marcha, desde antes de 1999, para que una tierra salvaje como la nuestra, por dividida y socialmente atomizada, fuese propicia para la instalación de un narco-Estado; disimulado tras un conflicto entre derechas e izquierdas, entre socialistas del siglo XXI o insensibles globalizadores, entre ricos y pobres, entre radicales y moderados políticos, atenuado o deliberadamente oculto aquel tras los convenientes escándalos de corrupción, como el de Odebrecht, las elecciones fraudulentas, las traiciones entre opositores, habilitados o inhabilitados a conveniencia.

Lo cierto es que ningún cartel del narcotráfico entrega sus territorios pacíficamente. Menos muestra sus rutas o depósitos a través de negociaciones, salvo las que se hacen con las armas en las piernas o puestas sobre la sien de las víctimas, para doblegarlas, someterlas, ofrecerles como dádiva unas pocas parcelas a cambio de un pacto de estabilidad y silencio. Para ello, sobran los facilitadores y los dineros, los chantajes oportunos.

No es casualidad que el punto neurálgico de la ocupación de Venezuela por el narcotráfico haya sido siempre el control de la justicia. Sin fórmula de juicio, la constituyente de Chávez destituyó a todos los jueces y construyó una justicia servil al negocio. En 2015, Cabello montó su Tribunal Supremo a la medida, para frenar la amenaza de desalojo territorial que le significa al régimen su pérdida de la Asamblea Nacional. Y en 2017, él mismo, ahora en calidad de constituyente supremo, usa su poder para destituir al ancla más delicada y enlodarla: a la fiscal general de la República, depositaria del poder acusador y de la información neurálgica de los carteles criminales del régimen, en crisis de sobrevivencia.

¿Será un problema de votos, o una tarea para la DEA, me pregunto, solo eso?

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