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La nación por construir

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Si pudiese reducirse la tragedia que hace presa de los venezolanos en esta hora: regreso del militarismo en su versión más perversa, expoliación de la riqueza nacional, disolución de los lazos sociales y afectivos, en una tragedia que es tal por presentarse, acaso, sin aparente solución. Si pudiésemos entender el comportamiento de nuestras élites y del conglomerado, aquellas girando sobre sí mismas y este bifurcándose hacia afuera, migrando desgarrado y sin norte, y hacia adentro, haciéndose autista bajo las leyes del miedo y el sufrimiento; pero empeñada la mayoría en sostener la ilusión de una república ahora fallida y sin destino, o que nunca fue tal, salvo como eso, como una ilusión. Si pudiésemos compendiar los signos de todo ello en una perspectiva que se confronte con lo moral y cultural, alejada de lo ruidoso y circunstancial: como que manda en Venezuela un régimen criminal coludido con el narcotráfico, o que parte de la oposición cohabita con él por carecer de imaginación propia para reemplazarlo. Si pudiésemos, los síntomas básicos están allí, nos golpean en la frente.

Sin aparentes raíces o compromisos culturales e históricos que los acoten en sus comportamientos y el sentido de “lealtad” a las raíces de lo patrio, el núcleo de los causahabientes que gobierna, en un momento preciso secuestró el andamiaje del Estado a fin de apropiárselo, para su usufructo personal. Ha entendido a la república y a sus partes –incluida la misma gente– como una suerte de botín merecido o heredado, explotable, logrado después de una larga batalla de conquista, nutrida de justificaciones épicas, al igual que en nuestros días inaugurales.

“Cuando el señor general Páez ocupó a Apure en 1816, viéndose aislado en medio de un país enemigo, sin apoyo ni esperanza de tenerlo por ninguna parte, y sin poder contar siquiera con la opinión general del territorio en que obraba, se vio obligado a ofrecer a sus tropas, que todas las propiedades que perteneciesen al gobierno (que eran las confiscadas a los enemigos) se distribuirían entre ellos liberalmente” y así se hace, relata Pedro Briceño Méndez, secretario del Libertador.

Otra parte, la burocracia que gestiona la actividad política partidaria y que resiente, por encima de todo, la pérdida de los espacios del poder ha hecho de su reconquista lo agonal, la prioridad. E intenta desplegar, al efecto, una relación de tutela con el colectivo, al que observa como víctima, pero asumiendo ante ella comportamientos paternales, convencida esa burocracia opositora que encarna el destino manifiesto. Y ello remueve, al igual que lo antes dicho, otras páginas puntuales de nuestra historia nacional. 

“La ley fundamental de la República [de Colombia] fue expedida por el Congreso el 12 de julio de 1821… [pero la Municipalidad de Caracas al protestarla señala que] … no podían imponer a los pueblos de Venezuela el deber de su observancia cuando no habían tenido parte en su formación, …”; no obstante, “el Libertador jura llanamente la Constitución y la manda a cumplir”, reseña González Guinán en su Historia Contemporánea de Venezuela.

Lo cierto es que uno y otro sector –élites que flotan sobre el pueblo que saben informe y que solo reconocen o  aprecian con personalidad cuando fluye hacia sus predios respectivos y con carácter funcional a los propósitos citados– tachan de radical o extrema como peligrosa a cualquiera otra narrativa o manifestación de liderazgo que se desvíe o aleje de tal realidad; o que busque asignarle vida propia o encontrarle ataduras identitarias a la masa o a sus partes dentro de un nicho social que le sea propio – que lo ate en su diversidad – y que le de textura de nación y en su ser, reconstruyéndola. Mas el caso es que hoy como ayer, por hecha retazos, ese pueblo-masa otra vez se topa con un peligro recurrente e históricamente circular, a saber, la expectativa de que otro “hombre a caballo” le saque del vacío, de la nada que le deprime y no resuelve un carnet de la patria.

“La situación del país entre 1897 y 1899, año de la revolución de Castro – empeoraba catastróficamente. Los ingresos nacionales descienden a veintisiete millones doscientos noventa y seis mil bolívares en el muy azaroso año del 99 al 1900, mientras cada hondonada de montaña o mata de sabana se torna campamento de guerreros ansiosos, de gentes nómades, desgreñadas e insatisfechas, que salieron a buscar su destino. Entre una fecha y otra como inesperada mitología, surge la peripecia de Cipriano Castro. Será otro caudillo más…”, escribe Mariano Picón Salas en Los días de Cipriano Castro

De modo que, sobre el parteaguas de ahora, que en lo interno sume a los venezolanos en la orfandad existencial, y que en lo externo suscita una diáspora que se articula al imaginario de lo abandonado como hiciera Odiseo en su recurrente vuelta a Ítaca, la patria inasible, lo determinante parece ser que, por atada a una cultura de presente, aquellos y esta sufren, dada la tragedia en cuestión, un grave síndrome de identidad.

Superar esa carencia histórica, obra de taras que llenan el espacio de casi dos centurias, impone con urgencia y como exigencia del porvenir una vuelta sobre las páginas recorridas y su relectura crítica, en modo de extraer de estas el hilo conductor que nos determine y de corporeidad, incluso con retraso; que nos sitúe lejos del mito de El Dorado y la fatalidad del gendarme necesario, que facilite nuestro reencuentro con raíces firmes que a lo mejor se nos han perdido en el desván de las cosas que hemos considerado inútiles. No se olvide que iniciamos el siglo XIX en 1830 y el XX en 1935. Y todavía no ingresamos con pie firme al siglo XXI, casi trascurridas sus dos primeras décadas.

Ser venezolano ha de ser algo más, y sustantivo, para rescatar la autoestima de los de adentro y los de afuera, con fuerza genética transferible a las generaciones del porvenir. Y la clave, como lo creo, se encuentra en el punto de quiebre de nuestra evolución histórica, entre los siglos XVIII y XIX, cuando las espadas hipotecan nuestro porvenir y prosternan las luces –entierran a nuestros verdaderos padres fundadores –como a la savia que forja cultura y trasvasa a la circunstancia política, al Estado y sus gobiernos como a sus crisis recurrentes. Este es el desafío verdadero de quienes pretendan liderarnos, sin ser apátridas, menos pichones de caudillo, como Nicolás Maduro.

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