La historia del mundo, de los hombres que vivimos y morimos aquí, ha sido desde sus inicios la historia de unos hombres sometidos al poder de otros hombres. Y decimos bien cuando usamos el término sometidos porque el poder es en el fondo la capacidad efectiva que tienen algunos para conseguir que otros hombres, libres por naturaleza, hagan, digan o piensen lo que no harían, ni dirían, ni pensarían por su propia voluntad. Es el secuestro, al fin y al cabo violento, de lo más íntimo de la propia personalidad de los otros. A lo largo de esa historia, y muy lentamente, algunos pueblos y sociedades han ido logrando una progresiva liberación de ese dominio, nunca completa y siempre en peligro de regresión. Hoy, a esa relativa y precaria liberación la hemos llamado democracia.
Pero no hemos conocido en toda nuestra historia un hombre tan radicalmente ejemplar, desde su nacimiento hasta su muerte, en su lucha contra el poder como Jesús de Nazaret. Puede decirse que toda, absolutamente toda, su vida discurrió en el extra y en el contra de todo poder y de todos los poderes de este mundo. “Mi reino no es de este mundo”, le dijo a Pilato cuando se encontró totalmente bajo su dominio, civil y el de los jefes religiosos, esto es, el poder total, en el momento en que se ejercía al máximo. ¿Pero era también uno de otro mundo? No en el mismo sentido del término. Ni siquiera metafóricamente. Un poder que es solo concebible como su propia negación, como un no-poder. Esto surge con toda claridad del estudio hermenéutico de toda su historia de vida. ¿Cuando hablamos del “poder de Dios” no estamos blasfemando? El Dios que revela Jesucristo es el no-poderoso, el totalmente impotente. Cuando usamos ese término mentimos porque el “poder de Dios” no ha de entenderse sino como liberación de la idea misma de poder.
El hoy venezolano está marcado por el progresivo avance hacia la absoluta e implacable afirmación del poder de unos cuantos sobre todos nosotros, el dominio total hasta lo más íntimo de cada cual, hasta su alma. No nos ilusionemos ni nos dejemos engatusar por los muchos y variados mecanismos de engaño que ellos ponen en práctica. Esa gente nunca dice la verdad. La mentira es su ejercicio de poder. Por eso nuestra lucha ha de ser tan radical, tan sin concesiones, como radical es su pretensión. En esto, ejerciendo su fuerza antipoder, nos acompaña, no tengamos ninguna duda, el Dios de Jesucristo por su misma naturaleza, por su mismo modo de ser y existir. Incluso para los no creyentes, como ideal e impulso de liberación.