Las elecciones del pasado martes en Estados Unidos, destinadas a renovar el Poder Legislativo y muchas gobernaciones, convertidas sin duda en un plebiscito sobre los dos primeros años del gobierno de Trump, no han sido lo que algunos ilusos esperábamos, un suficiente mea culpa colectivo por haber elegido semejante adefesio irracional a la Presidencia de su país, en un momento de locura. Los resultados, con algún avance de los demócratas casi “estacional”, deja el país cortado en dos mitades. Y eso es mucho si pensamos en lo que se estaba juzgando.
Un señor que, según estudiosos, ha proferido miles –4.000, dicen– de mentiras en el corto tiempo en que le ha dado por la política. Que ha sacado su país del Tratado de París sobre el cambio climático y, más importante, ha negado la unanimidad científica sobre la letal realidad de este, que para él es una sofisticada manera de atropellar los intereses americanos, business claro; no olvidar que su ignorancia o capacidad de manipulación, aunque no se crea, se lleva en los cachos nada menos que a Darwin, a estas alturas. Pero, además, ha insultado y tratado de maniatar migratoriamente a todas las razas que no son blancas, gringos hijos de gringos, si acaso algún noruego educado (latinos y africanos venimos de “agujeros de mierda”), esto en un país que exhibía como notorio ingrediente de su grandeza el ser un crisol de razas. Que ha tratado en el nombre de un nacionalismo, un americanismo mercantil anacrónico descoyuntar la economía globalizada sin reparar en sus consecuencias. Que ha puesto de nuevo en juego la posibilidad atómica y atropellado el tratado de desnuclearización con Irán que acepta la Europa democrática. Ha apostrofado a las mujeres y las minorías sexuales y maldecido los medios de expresión libres. Y, para no seguir, digamos por último que pesan sobres su cabeza al menos tres acusaciones delictivas de monta que podrían ameritar su destitución. Es un tío fanfarrón patológico, que puede decir, sin una sonrisa: “Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y dispar a la gente y no perdería votantes”. Cierto que la economía norteamericana anda bastante bien, ¿qué más?
Claro que es un problema político, quizás el más trascendente de un globo lleno de sombras siniestras, hasta en Suecia se oyen gritos fascistas (y en Venezuela en estos días un carajito se disfrazó de Adolfo Hitler en un reconocido colegio, que ofreció una muy digna condena del hecho, con el saludo nazi de sus compañeritos. Probablemente imbecilidad paterna… dice uno). Y al ladito tenemos al terrible Bolsonaro electo por los brasileños, a pesar de detestar a los negros, a los gays y otras minorías, a cualquier progresista que habría que exterminar; así como ama las dictaduras, las armas para todos, la violencia sin normas, etc.
Pero más allá de eso que llamamos benevolentemente política, en este caso no tengo dudas de que existe una profunda crisis civilizatoria, en el sentido más profundo del término. Que es común a la dictadura podrida de Venezuela, pero también al gran imperio o a países europeos del Este que sufrieron en el siglo pasado más de un criminal horror despótico. O, a su manera, el Oriente. La guerra de Yemen o el principesco y sádico asesinato de un periodista por la satrapía milmillonaria de Arabia Saudita. Y el Estado Islámico, casi inconcebible. O Siria destruida. Y por supuesto África, siempre mártir, el último círculo.
Diría que el signo mayor y más evidente es la pérdida de la piedra angular de toda civilización humana, el respeto, aunque sea formal y principista a la verdad, la que es asequible a la especie, sin la cual nada se puede construir. O el respeto a los derechos humanos, que sin tenerlos al menos como norte no podemos convivir. O el de la lucha contra la desigualdad sin que la vida sea un eterno canibalismo. No quiero negar que se puede hacer un listado de adquisiciones positivas de los logros del presente y muy importantes. Eso no le quita significación a las negras nubes que nos castigan y amenazan lo que ha de venir.