El título en afirmativo sugiere una aparente herejía. Sobre todo, si se observa que la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 consagra que toda voluntad popular se expresa a través del voto. La democracia es voto o no es tal. Pero una apreciación tan simple como esta, que nos empuje hacia el camino del fundamentalismo electoral, es capaz de llevar hasta el cementerio, en las urnas de votación, los despojos de una democracia cuyo actual entendimiento causa mucho desencanto; ese que inunda a nuestras sociedades contemporáneas al verse invertebradas, con sus texturas rotas, sin partidos que las interpreten, en medio de la desterritorialización de la política y la liquidez de las solidaridades.
Si no que lo digamos los venezolanos, víctimas de los apologetas de la narcorrevolución que nos mantiene bajo secuestro y de los viudos del siglo XX. En 18 años hemos sido llamados a unos 22 actos comiciales –referendos incluidos– dentro de un jolgorio de populismos, chantajes, manipulaciones e intoxicación publicitaria inenarrables, que le han negado al país su sosiego. Ha carecido este de la calma para conocer las virtudes de la gobernanza, menos para elaborar juicios conscientes sobre la realidad que le ayuden a alcanzar, en suma, esa otra variable que, junto con la de legitimidad, demanda la misma democracia, a saber, la de su eficacia como orden realizador de los derechos fundamentales.
El reduccionismo electoral hoy atrapa a muchos. A gobernantes y gobiernos que se dicen democráticos y se encuentran obligados por la Carta Democrática Interamericana, pero olvidan que la democracia es algo más, mucho más que el acto de elegir. Y al reducirla al voto nada les cuesta, sean líderes de la izquierda o de la derecha posdemocrática, consagrar con este sus reelecciones a perpetuidad; prosternar el principio de la alternabilidad y la sana sucesión de los liderazgos. La alternancia, de origen muy antiguo, impone la rotación de cargos, su ejercicio temporal, para que todos y no unos pocos tengan la posibilidad de ser electos, y para que los gobernantes y las direcciones políticas pasen y aprendan también a ser gobernados o dirigidas.
El voto como trampa es el mecanismo que usan las dictaduras y los despotismos partidarios del siglo XXI para afirmarse y es, cuando menos, una liberalidad “gattopardiana” que pactan los blandos de aquellas con los oportunistas de la política. La inflación de los comicios y su realización cotidiana, como si viviésemos en una suerte de democracia de casino, ocurre deliberadamente. Es su propósito, repito, robarle tiempo al escrutinio de la opinión, a la deliberación previa y popular sobre lo que conviene o no decidir; a la consideración de lo que piensa, siente y aspira la gente de a pie. Atrás quedan, muy atrás, los momentos en que las elecciones tenían lugar juntas – las nacionales, las regionales, las municipales– cada cuatro, cinco o seis años, por suponerse el acuerdo entre los electores sobre lo esencial, sobre lo que los integra en valores y como partes de una sociedad con mínimos constitucionales indiscutibles.
La experiencia de la democracia es milenaria, en tanto que la democracia electoral solo frisa dos centurias. Cuando la imaginan los revolucionarios americanos y franceses no existían partidos y tampoco medios de comunicación comerciales. Y cuando aquellos emergen hacen del voto una selva salvaje de intereses en pugna, que le abre las compuertas al fascismo y al comunismo. Hasta que ven su momento de oro, cuando la esfera pública la copan en alianza con la sociedad civil, como mediadores frente al gobierno y los parlamentos. Unos y otros se ganan la confianza del pueblo y este confía en los políticos. Pero desde los años ochenta del siglo pasado, más ahora, en plenitud del siglo XXI, el pueblo, incluso el instruido, se somete al dominio de los medios y a través de las redes sociales pone contra las cuerdas a los gobiernos y los partidos, molesto, indignado, frustrado. Y los últimos, como suerte de fantasmas de una democracia paleontológica que intentan resucitar, caen víctimas del mercado electoral y se contaminan de narcisismo digital. Tratan al elector como una pieza de caza, un trofeo para los más habilidosos.
“Todo lo que hagas por mí sin mí será contra mí”, reza la frase que venida desde el África Central se le atribuye a Gandhi y recuerda Van Reybrough, filósofo de Lovaina, para señalar que la crisis contemporánea de la democracia no es la de la democracia representativa. Hace crisis la democracia representativa electoral, pues si optar por las elecciones fue la vía adecuada para incorporar a poblaciones analfabetas y en geografías extensas a fin de legitimar a los gobernantes a través de ese medio o método eficaz, en la sociedad de la información y a la luz de los deslaves populares que mal pueden contener los Estados y sus partidos, la cuestión es radicalmente distinta.
El escrutinio de un pueblo que puede pensar si se le deja pensar y decidir, sobre ideas o aspiraciones, antes que validar tarjetas de partidos o fotografías de candidatos, tuvo su destello feliz el 16 de julio en Venezuela, con la consulta popular que organizaron los huérfanos de la política con el fin de rechazar el golpe constituyente. No obstante, los mismos partidos y sus líderes, en el poder o aspirándolo, preocupados por la experiencia y los mandatos de esta prefirieron volver a la elección clásica, a sus urnas, rescatando ese dogma de fe donde la libertad es anhelo, la igualdad una quimera y la razón un imposible.
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