Pobre de aquellos países que buscan a sus líderes e intelectuales como quien escarba en un pajar tratando desesperadamente de encontrar una monedita de oro. Es la tara fundacional de nosotros, los venezolanos. Prontos todos a romper los espejos antes que ver en ellos el rostro de nuestros defectos: la mendicidad, la frivolidad, el desapego. Y cuyo vía crucis está sembrado de moneditas de oro. Pocos, si es que alguno, resistieron la prueba del mordisco: eran moneditas falsas. De allí que los que más útiles resultaron para nuestra historia, más obras nos legaron y mejores ejemplos nos sembraron, no contaran jamás con la deslumbrante aprobación de las mayorías. Y muchos de ellos terminaran muriendo en el exilio tras el desprecio y el olvido.
La más refulgente de todas ellas, tras dos siglos de República, resultó la más falsa, la más engañosa, la de efectos más devastadores. Se llamó Hugo Rafael Chávez Frías. Quien en un acto de cruel injusticia divina no murió como hubiera debido, en el cadalso, pagando sus culpas tras el veredicto de una justicia proba –de la que nunca hemos gozado a plenitud– sino en un lecho extranjero, lamiendo en sus últimos estertores la bota tiránica de su maestro, en sórdida y ridícula imitación de aquel cuyo nombre y prestigio usurpara: el Libertador. Sin camisa prestada, pero con miles de millones de dólares robados, hoy en manos de su hamponil consentida.
Me persiguen como una obsesión pesadillesca los rostros, las famas, las fortunas y los prestigios de quienes se le arrodillaron en un acto de ominosa obsecuencia: jueces y fiscales, filósofos y académicos, financistas y banqueros, columnistas y empresarios mediáticos, artistas e intelectuales. Todos alucinados por las amenazas y acusaciones, anunciadas a voz en cuello y cumplidas al pie de la letra –la devastación de la democracia, la ruina del comercio y la industria, la fritanga de la clase política, la aniquilación de las riquezas, la expropiación y el exterminio. Para llegar a esta su “isla de la felicidad”: el país más despreciado, miserable y desgraciado del planeta. Porque si entre tanta porquería que le lastraba el alma algún valor le era destacable, era ese: jamás ocultó que venía en tesitura de venganzas, en plan de odios, en ánimo de retrecheras. Que quería incendiar al país como lo hiciera el comerciante esclavista convertido en flamígero liberal de lanza y machete, asesino y pirómano de incendios multitudinarios, Ezequiel Zamora. El más cercano en su bajeza y crueldad en el escorzo abierto por Boves y Antoñanzas. Esa era su estirpe: la de los asesinos seriales.
¿Qué pensar de unas élites que se seducen por un esclavista que desató la Guerra Federal, el peor y más grande de los descalabros después de las guerras independentistas, y hoy, “puesta la plasta” siguiendo el modelo, para usar el diccionario de denuestos y ofensas del poder chavista, disfrutan de sus bienes mal habidos y protegidos por sus amigos secretos de sangre opositora hasta pueden aspirar a una embajada, un ministerio, incluso a compartir alturas presidenciales con quienes se preparan a asumir el escuálido poder que nos resta? ¿Es la fiebre de la monedita?
Aclaro, en primer lugar, que concuerdo plenamente con mi maestro de juventud, don José Ortega y Gasset, cuando sostenía que la misión de esta particular forma de profetismo que caracteriza a los intelectuales desde tiempos socráticos es, exactamente como lo fuera para los profetas bíblicos, no cantarles loas y alabanzas a sus pueblos, sino denunciar sus taras y vicios, conminándolos a la rectificación de sus errores y a la búsqueda incansable de sus verdaderas virtudes. Al precio de toda renuncia, incluso de la propia vida. La función de los intelectuales, privilegiados con el conocimiento, el entendimiento y la cultura, no es medrar a la sombra del poder –cualquiera él sea– y aspirar a acomodos y granjerías, puestos y embajadas, sino a sostener a todo trance el imperio de la verdad. La crítica, no la apología. La justicia, no el ditirambo. La denuncia, no la representación.
¿No hay en toda forma de connivencia y entendimiento con el poder político, la renuncia a la propia subjetividad e independencia? ¿No hay en la aceptación de tareas de representación la entrega y renuncia del escaso poder moral conquistado en el ejercicio intelectual de la crítica a la administración del poderoso, por débil que él sea? ¿Dónde comienzan y dónde terminan las competencias y obligaciones de un intelectual, “ese ser que se mezcla en asuntos que no le competen”, como lo escribía con sarcasmo Jean Paul Sartre, el mayor de los intelectuales franceses modernos?
Venezuela, la escarnecida y esquilmada, no precisa de moneditas de oro. No requiere de la blandura de la simpatía y la indulgencia del acuerdo. Requiere de mano y voz firmes, capaces de dirigirnos con honestidad y lucidez en esta dolorosa travesía por el desierto de la tiranía. No de acuerdos pergeñados en conciliábulos secretos con sempiternos cazadores de presidencias. Es nuestro deber, es nuestra obligación, es nuestro imperativo moral: exigírselos a nuestros gobernantes.