¿Recuerda usted, amigo lector, la época en que, de manera desafiante y altanera, Hugo Chávez amenazaba con cortarle el suministro de petróleo venezolano a Estados Unidos? ¡Cuán lejanos parecen esos tiempos! Pues, ironía del destino o, mejor dicho, de la economía, el que hoy siente temor por el corte de las ventas de petróleo a Estados Unidos, y lo condena con vehemencia, no es el “imperio”, sino el régimen bolivariano.
De hecho, la principal fuente de divisas contantes y sonantes que le queda (o le quedaba) al régimen castromadurista son las ventas de petróleo a Estados Unidos, pues Venezuela tiene que exportar gran parte del resto de su producción de crudo a Rusia y China a cuenta de su deuda, y a Cuba por sujeción política e ideológica.
¿Qué pasó? Muy simple: tomando en cuenta las leyes del mercado, empresas estadounidenses aprovecharon los altos precios del petróleo para desarrollar la producción de petróleo y gas de esquisto. Estados Unidos se ha convertido, así, en el mayor productor de petróleo del mundo y ya no depende de nadie en ese renglón.
La Venezuela bolivariana, por su parte, actuó en función no de las leyes del mercado, sino de los dogmas del socialismo, a saber: poner el petróleo “al servicio del pueblo”, es decir, politizar la empresa estatal encargada de manejar la producción y comercialización de ese producto básico (Pdvsa), confiándola a líderes y cuadros de la “revolución” y asignando sus ingresos a las prioridades (políticas y clientelistas) de esa misma “revolución”.
La debacle venezolana
El resultado es de todos conocido. La gestión socialista del petróleo no ha hecho sino dar pie a una ineficiencia aparatosa, a una corrupción desenfrenada y a un monstruoso deterioro del aparato productivo. En esas circunstancias, nada más natural que la producción de crudo se haya desplomado.
El descalabro de la producción de petróleo no ha sido la única hecatombe económica provocada por el socialismo en Venezuela. Las expropiaciones de tierras y empresas de toda índole (expropiaciones realizadas en nombre de la lucha contra la “burguesía apátrida” y de la construcción del socialismo), así como los absurdos controles de precios y de tasas de cambio, han llevado a la asfixia del sector no petrolero de la economía.
La gestión de fondos públicos, por su parte, ha sido tan caótica, y la emisión de dinero inorgánico tan descomunal que Venezuela ostenta una tasa de inflación que sobrepasa el millón por ciento a ritmo anual.
Resultado: los venezolanos no encuentran alimentos, medicinas y otros artículos de primera necesidad. El país no los produce (pues las empresas expropiadas no funcionan), pero tampoco los puede importar (pues las ventas de petróleo no generan divisas suficientes). Y para que no se diga que Venezuela atraviesa una crisis sin precedentes, el régimen impide la entrada de ayuda humanitaria y prefiere dejar al pueblo seguir pasando hambre o morir por falta de medicinas.
La debacle venezolana no es sino el eslabón más reciente de una larga cadena de fracasos del socialismo. El derrumbe del bloque soviético y del socialismo de Mao Tse-tung, el genocidio de Pol Pot, el desbarajuste económico y político provocado por Mengistu en Etiopía y Mugabe en Zimbabue, y no menos importante, la hazaña de un castrismo que logró destruir una de las economías más pujantes de América Latina, la cubana, a fuerza de aplicar el catecismo de la “revolución”, son otros ejemplos elocuentes del naufragio al que conduce el socialismo.
Pero no por ser uno de tantos, el fracaso de la Venezuela bolivariana deja de arrojar luces inéditas sobre las taras inherentes al sistema anhelado por la izquierda radical. Pues lo que el socialismo ha conseguido destruir esta vez es nada más y nada menos que la economía del país con las mayores reservas de petróleo del mundo. ¡Qué contraproeza, amigo lector!
Con resultados tan execrables en los planos económico y social, la única forma que tienen los regímenes socialistas de mantenerse en el poder es a fuerza de una brutal represión. Y esa, de por sí, es otra forma de fracasar.
Sin embargo, a pesar de los repetidos desastres socialistas, los recalcitrantes miembros de la izquierda radical rehúsan cuestionar sus rancias y fracasadas certidumbres y prefieren culpar al “imperio” por la catástrofe bolivariana.
Las críticas del ideólogo del “socialismo del siglo XXI”
Poco o ningún caso le hacen esos zurdos al padre teórico del “socialismo del siglo XXI”, es decir, el sociólogo alemán Heinz Dieterich, quien les da una lección de lucidez y rigor intelectual al reconocer la responsabilidad del liderazgo bolivariano en ese enésimo fracaso del socialismo.
En efecto, en enero de 2016, Dieterich denunció el giro que había tomado la “revolución bolivariana”, afirmando que “el oficialismo ha sido incapaz de renovar el proyecto de gobernanza”. Luego, en septiembre de 2017, advirtió que “Venezuela está a un paso del abismo, va hacia un desenlace trágico”.
Pero esas críticas del ideólogo del “socialismo del siglo XXI” no suscitan cuestionamiento alguno en los fosilizados seudointelectuales de la izquierda radical. ¡Que viva la aberración!
Más interesante aún: en recientes declaraciones a la cadena alemana de información Deutsche Welle, Dieterich afirma que el socialismo bolivariano hubiera podido salvarse si –en la época en que Chávez estaba en su lecho de muerte en La Habana– los dirigentes bolivarianos hubiesen seguido los consejos de Luiz Inácio Lula, quien les sugería “hacer alianzas con la burguesía nacional para desarrollar el país y con un éxito económico poder hacer reformas más profundas para la revolución”. El delfín de Chávez, es decir, Nicolás Maduro, prosigue Dieterich, optó por abrazar la posición de Fidel Castro, quien afirmaba que Maduro “tenía que radicalizar la revolución y que no debía hacer compromisos con la burguesía, porque lo acabarían traicionando”.
En otras palabras, a juicio de Dieterich, el socialismo chavista hubiera podido prevalecer y prosperar si sus dirigentes se hubiesen llevado de los consejos de Lula y no de los de Fidel.
La fragilidad intrínseca al socialismo
Detengámonos un instante, la pausa vale la pena, y planteemos una simple cuestión: ¿cree usted, amigo lector, que un sistema, el socialismo, está en condiciones de suplantar al capitalismo (como lo pretenden nuestros zurdos) si es tan frágil que por un error de juicio de sus dirigentes es capaz de derrumbarse?
¡Qué contraste con el capitalismo! En efecto, no se cuentan los errores de cálculo, peor aún, las metidas de pata cometidas por los responsables de política económica en los países capitalistas. Errores que exacerbaron o condujeron, entre otros, a la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado, a la estanflación de los setenta y a la crisis financiera de principios del presente siglo. Sin embargo, el capitalismo ha sabido cada vez renacer de sus cenizas e incluso salir fortalecido de sus crisis.
En eso radica precisamente la diferencia fundamental entre el capitalismo y el socialismo: mientras el primero evoluciona en función de las insoslayables leyes del mercado y saca provecho de las mismas, la supervivencia del segundo depende de los dictados del politburó o camarilla de turno y puede colapsar, como lo ha hecho cantidad de veces (y no solo en Venezuela), por simples errores de apreciación. De ahí la solidez del primero y la fragilidad del segundo.
Cuando un régimen socialista se derrumba, el país afectado no tiene sino un solo deseo: salir para siempre del infierno socialista e integrarse al mundo capitalista. Lo vimos después de la caída del bloque soviético en Europa del Este, cuyos países juegan hoy, no sin éxito, la carta del capitalismo. Lo vimos también en Chile, donde el Partido Socialista, cuando tomó el poder después de los años siniestros de la dictadura de Pinochet, no trató en lo más mínimo de restaurar el caótico socialismo de la época de Salvador Allende, sino que optó por introducir reformas al esquema capitalista vigente. Pero tampoco eso induce a los empecinados zurdos a cuestionar sus desgastadas certidumbres.
Un socialismo capitalista
Para tratar de rebatir lo dicho en este artículo, los trolls del castrochavismo saldrán con su manido “¿y qué me dices del socialismo de mercado de China?”, poniendo a ese país asiático como un modelo de éxito socialista.
El problema es que, como destacamos en nuestro artículo “Hasta la derrota siempre” (El Nacional, 22 de noviembre de 2018), hay que estar muy escaso de logros para presentar a China como un ejemplo de éxito socialista. Pues el nivel de desigualdades en ese país (medido por el coeficiente Gini) es uno de los peores del mundo, peor incluso que el de la mayoría de los países latinoamericanos. A esto añádase que el número de multimillonarios en ese país ya ocupa el cuarto lugar en el mundo. Añádase además que las etnias mongoles, tibetanas y uigures sufren allí un acoso y una represión permanentes.
¿Cómo explicar eso? ¿Acaso no nos decían que el socialismo tiene como objetivo y razón de ser la disminución sustancial de las desigualdades económicas y sociales y el fin de la discriminación racial?
Si el modelo chino es lo que la izquierda radical puede exhibir como éxito del socialismo, Karl Marx tiene que estar revolcándose en su tumba.
El mito de Sísifo y la izquierda castrochavista
Los repetidos fracasos del socialismo, junto a la obstinación ideológica de la izquierda radical, castrochavista, evocan el caso de Sísifo, personaje de la mitología griega condenado a empujar una roca hasta la cima de una montaña. Como la roca caía cada vez, Sísifo tenía que repetir la misma tarea perpetuamente. Tarea absurda por excelencia, lo que llevó al escritor francés del siglo pasado Albert Camus a presentar el mito de Sísifo como el prototipo de la absurdidad.
Así se las pasa la izquierda radical. En su caso, en vez de subir una roca a lo alto de una montaña, dicha izquierda trata de encumbrar el socialismo y llevarlo a la cima de la gloria y del poder. Y después de haber vibrado de entusiasmo ante la llegada de cada nuevo socialismo, ve que este se derrumba también. Pero la izquierda recalcitrante no desiste, sino que se empecina y vuelca su apoyo a una nueva versión del mismo socialismo, hasta que este fracasa también. Y así sucesivamente, por los siglos de los siglos, amén.
Lo absurdo en su máxima expresión, amigo lector.
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