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Misión implausible

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La culpa original la tuvo un tal Bruce Geller, meritorio estudiante de psicología y sociología en Yale, que, hacia 1953, derivó hacia la televisión primero en Nueva York y luego en Los Ángeles, escribiendo algunos libretos sin mayor brillo pero afilando sus garras en busca de una idea ganadora. La tuvo recién en 1966 con una serie que haría historia: Misión Imposible. El título era bífido y permite adivinar en Geller un sentido del humor mayor. Por un lado la misión era implausible, por el otro, la forma de llevarla a cabo era aún más disparatada. La saga postulaba un grupo de tareas actuando al margen del gobierno, que se lavaría las manos en caso de torpezas que los descubrieran. Pero mejor aún, la Impossible Mission Force no actuaba jamás en detrimento directo de sus enemigos. Sus armas eran el engaño, la decepción, la duplicidad, las falsas identidades, el desdoblamiento del pasado y la imposición de una narrativa que liberaba fuerzas malévolas en los villanos. En dos palabras, los de Misión Imposible no tocaban a sus villanos ni con el pétalo de una rosa, pero lograban que se destruyeran entre sí, escamoteando el móvil real de su derrota, lo que impedía, de paso, que volvieran a las andadas. Y todo eso en menos de una hora. En su apoyo tenían un grupo de 4 o 5 expertos en electrónica, disfraces, actuación e inteligencia y un arma secreta: la maravillosa partitura del jazzista argentino Lalo Schiffrin que lograba captar todo el nervio de las tramas. Huelga decir que el disparate era divertidísimo e hizo las delicias de los telespectadores en 171 episodios, durante 7 temporadas que se transmitieron por CBS.

En 1988, ABC reclutó al ya veterano Peter Graves, protagonista líder del grupo original para reflotar la serie, y logró un éxito modesto durante dos temporadas. Las historias seguían siendo entretenidas, pero su audiencia, vapuleada por los escándalos de Watergate, Irangate y algunos otros, ya no estaba para tanto chiste. Para peor, el pobre Geller se había matado en un accidente aéreo en 1978. Ocho años más tarde el director Brian de Palma, niño mimado de la crítica y la taquilla, abusando de su desmelenada admiración por Hitchcock y los clásicos se inventó un relanzamiento del título ahora en formato de película. Guardaba muy poco del original, a decir verdad, y esta similitud se iría disolviendo en seis sucesivas entregas cada vez más preocupadas por posicionar el personaje de Ethan Hunt, nuevo líder del grupo, encarnado por el insumergible Tom Cruise.

Nos llega entonces la última entrega, esta vez enfocada en dos núcleos temáticos. El primero es recuperar tres bolas de plutonio caídas en manos extrañas, y el segundo es enmendarle la plana al buenazo de Hunt, que en un imperdonable pecadillo solidario, prefirió al principio del filme salvar a uno de los suyos antes que recuperar el plutonio. El movimiento no deja de ser inteligente, en especial en el contexto de la saga. Si en sus lejanos orígenes los agentes eran de un cinismo tan frío como bien intencionado, cincuenta años después, cuando la cultura gira hacia el individualismo y la frivolidad de los millenials, los ya veteranos agentes de IMF se pueden dar el lujo del desprendimiento y la solidaridad. Esto los hace no solo más simpáticos, sino además mucho más vulnerables, porque la pirotecnia narrativa, el disparate visual y el sinsentido de una historia de permanente zigzagueo, dejan tiempo para escenas intimistas, en las cuales el pasado de los personajes irrumpe en la trama para interrumpirla y comentarla. La inverosimilitud que ha sido echada a patadas por la puerta busca entrar por la ventana de la mano de personajes que, si no con sus actos, tienen en común con el mundo real, al menos, algunos de sus sentimientos. En total, los operativos de Mision Imposible, logran su cometido. Vendernos un paquete que se burla del mundo cotidiano, mientras nos dicen que son seres humanos como nosotros, con sentimientos y tiempo para padecerlos.

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