En un artículo publicado en Le Monde, el 21 de abril de 1993, el sociólogo francés Edgar Morin, entonces con 62 años de edad, ahora de 96, comunista en su juventud, se replantea cómo responder a las aspiraciones que se expresaron en el ideario original socialista. Morin se pregunta si, tras la caída del socialismo totalitario y el agotamiento de la socialdemocracia, tiene todavía sentido utilizar el término socialismo. Pero las que siguen vivas son las aspiraciones a la libertad y a la fraternidad que se han expresado a través de él.
“Hoy en día el problema no es saber si la doctrina marxista ha muerto o no. Hay que reconocer que los fundamentos cognoscitivos del pensamiento socialista son inadecuados para comprender el mundo, el hombre, la sociedad”. Según Marx, la ciencia aportaba la certeza y eliminaba el interrogante filosófico. “Hoy comprobamos que todos los avances de la ciencia reavivan los interrogantes filosóficos fundamentales”. Para Marx, el mundo era determinista, y él creyó desvelar las leyes del porvenir. Hoy “comprendemos que el hombre y la sociedad no son máquinas triviales; que son capaces de actos inesperados y creadores”. Precisa este pensador que la “concepción marxista del hombre era unidimensional y pobre”. “El ser humano era un homo faber, sin interioridad, sin complejidades, un productor prometeico consagrado a derribar los dioses y a dominar el universo. En tanto que, como lo vieron Montaigne, Pascal y Shakespeare, homo significa sapiens demens, ser complejo, múltiple, que lleva en sí un cosmos de sueños y de fantasías”. Es sabido que la concepción marxista de la sociedad privilegiaba las fuerzas de producción materiales; las ideas y las ideologías, incluida la idea de nación, no eran sino superestructuras simples e ilusorias; el Estado no era más que un instrumento en manos de la clase dominante; la realidad social estaba en el poder de clases y en la lucha de clases. “Sin embargo, hoy, ¿cómo no darse cuenta de que hay un problema específico del poder del Estado, una realidad sociomitológica en la nación, una realidad propia de las ideas?”.
Louis Althusser, un marxista ahora olvidado, dijo que Marx había abierto un nuevo continente: la historia como lucha de clases. Nos dice Morin que “Marx creía en la racionalidad profunda de la historia”. “Hoy sabemos que la historia no progresa en línea recta (…), que todo progreso conquistado es frágil (…), que la creencia en la misión histórica del proletariado no es científica, sino mesiánica”. Sin embargo, podemos decir, a 200 años de su nacimiento, que muchas de las ideas de Marx son y seguirán siendo fecundas. Pero los fundamentos de su pensamiento se han desintegrado. Y con ellos, los fundamentos de la esperanza socialista. En su lugar no hay más que algunas fórmulas rituales y un pragmatismo de lo inmediato. Una teoría articulada y coherente ha sido sustituida por un batiburrillo de tópicos sobre la modernidad, la economía, la sociedad, la gestión y, en Venezuela, por sandeces del siglo XXI. La consulta permanente de los sondeos hace las veces de brújula. El gran proyecto ha desaparecido. La conversión del socialismo a la buena gestión no alienta tampoco la esperanza, tanto más cuanto que los problemas más angustiosos siguen sin resolverse.
Morin advertía, hace unos años, que el problema no puede reducirse al debate arcaísmo/modernismo. “Lo moderno, en su sentido de creencia en el progreso garantizado y en la infalibilidad de la técnica, está ya superado. Está claro que a partir de ahora debemos dejar de lado toda Ley de la historia, toda creencia providencial en el Progreso, y extirpar la funesta fe en la salvación terrena”. Necesitamos un pensamiento apto para captar las múltiples dimensiones de la realidad, sin ceder a los maniqueísmos ideológicos o a mutilaciones tecnocráticas, que desconocen cuanto no es cuantificable e ignoran las complejidades humanas. Tenemos que abandonar la falsa racionalidad. Las necesidades humanas no son solo económicas y técnicas, sino también afectivas y mitológicas”.
En los últimos años, este gran pensador y educador dice con énfasis que la “perspectiva original del socialismo era antropológica (referida al hombre y a su destino), mundial (internacionalista) y civilizadora (conferir fraternidad al cuerpo social, suprimir la barbarie de la explotación del hombre por el hombre). Se puede y se debe ahondar en ese proyecto, pero hay que modificar los términos”.
En cuanto al destino del hombre, Morin cree que “las posibilidades cerebrales del ser humano están en gran parte por explotar”. Y como las posibilidades sociales están relacionadas con las posibilidades cerebrales, nadie puede asegurar que nuestras sociedades hayan agotado sus posibilidades de mejora y de transformación y que hayamos llegado al final de la Historia. Pero Morin advierte que “si las posibilidades cerebrales del ser humano son fantásticas, lo son no solo para lo mejor, sino también para lo peor (…). Si tenemos la posibilidad de desarrollar el planeta, también tenemos la posibilidad de destruirlo”.
Por otra parte, señala Morin, con su fuerza discursiva que “el desarrollo de las técnicas ha empequeñecido el planeta. Pero el nuevo pensamiento planetario, que prolonga el internacionalismo, debe romper con dos aspectos capitales de este: el universalismo abstracto (los proletarios no tienen patria) y el revolucionarismo abstracto (hagamos tabla rasa del pasado)”. Hay que comprender a qué necesidades corresponde la idea de nación. “No hay que oponer lo universal a las patrias, sino ligar concéntricamente nuestras patrias familiares, regionales, nacionales, europeas, e integrarlas en el universo concreto de la patria terráquea.
Hay que dejar de oponer un porvenir radiante a un pasado de servidumbre y superstición. Todas las culturas tienen sus virtudes, sus experiencias, su sabiduría, así como sus carencias y sus ignorancias. Arraigándose en el pasado un grupo humano encuentra la energía necesaria para afrontar su presente y preparar su futuro. Todo el mundo necesita este arraigo en el pasado para conformar su identidad cultural, pero esta identidad no es incompatible con la identidad propiamente humana”. De este modo, “debemos establecer una comunicación viva y permanente entre las singularidades culturales, étnicas y nacionales y el universo concreto de una Tierra que es patria de todos”.
Se impone entonces el deber de civilizar la Tierra. Cuando nació el socialismo en el siglo XIX, la ciencia, la técnica y la industria parecían llevar en su mismo desarrollo la eliminación de las antiguas barbaries (guerras, odios, fanatismos). “De ahí aquella fe ciega en el progreso de la humanidad. Hoy resulta cada vez más evidente que el desarrollo de la ciencia, de la técnica y de la industria son ambivalentes, y que no es posible saber si prevalecerá lo mejor o lo peor de ellas”.
Desarrollando el proyecto de la Revolución francesa, “el socialismo proponía una política de civilización, dirigida a suprimir la barbarie en las relaciones humanas (…). Se consagró a una tentativa de solidaridad en la sociedad, tentativa que tuvo algunos éxitos a través del Estado (Welfare State), pero que no pudo evitar la falta de solidaridad generalizada en las relaciones entre individuos y grupos en la civilización urbana moderna”.
Pero, sobre todo, Morin subraya que este proyecto debe afrontar hoy un nuevo malestar de civilización. El desarrollo urbano no solo ha aportado libertades y distracciones, “sino también una atomización como consecuencia de la pérdida de antiguas solidaridades y de las servidumbres de las obligaciones organizativas modernas (‘Metro, trabajo y a la cama’). El desarrollo capitalista ha acarreado la mercantilización generalizada –también donde reinaba el favor, el servicio gratuito, los bienes comunes no monetarios–, destruyendo así buena parte del tejido de la convivencia”.
La técnica ha impuesto, en sectores cada vez más amplios de la vida humana, la lógica de la máquina artificial que es mecánica, determinista, especializada, cronometrada. El desarrollo industrial aporta no solo aumento del nivel de vida, sino también reducciones de la calidad de vida, y las contaminaciones que produce han empezado a amenazar la biosfera. Asegura que el surgimiento de nuevas técnicas, especialmente informáticas, causa perturbaciones económicas y desempleo, cuando podría convertirse en factor de liberación, si el cambio técnico fuera acompañado de una mutación social.
Advierte, con muchos científicos, entre ellos el recién fallecido Stephen Hawking, que “el planeta está en peligro: la crisis del progreso afecta a toda la humanidad, provoca rupturas por doquier, hace crujir las articulaciones, determina repliegues particularistas, las guerras estallan de nuevo, el mundo pierde la visión global y el sentido del interés general”. Finalmente escribe esta frase lapidaria: “Es irrisorio que los socialistas, aquejados de miopía, busquen aggiornar, modernizar, socializar, cuando en este planeta, la gente debe afrontar los tremendos problemas de este final de los tiempos modernos”. Para recuperar la esperanza, es preciso “repensar, reformular en términos adecuados el desarrollo humano”.
¿Y cómo lo piensa Maduro? En Venezuela hay 900.000 niños desnutridos, con daños irreversibles. Y este Führer colombo-venezolano tan tranquilo, ha preparado con cuidado su “reelección”, un fraude masivo para el tormento de los venezolanos y vecinos, vista la enorme diáspora, de la cual se alegra su camarilla. “Que no vuelvan nunca más”, gritó Iris Varela, la carcelera del régimen.
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