COLUMNISTA

Milicianos excavaron bajo mi casa

por Alberto Jiménez Ure Alberto Jiménez Ure

«Desde el patio de su casa, mi vecino miliciano izquierdo excavó un túnel bajo la mía para almacenar alimentos y bebidas alcohólicas. Pero los de las partes trasera y derecha tuvieron la misma idea. Convergieron en el subsuelo. Hacen fiestas ahí. Los pisos de mi residencia se mueven cuando camino»

Ciertos y fantásticos incidentes me recuerdan las conversaciones que tuve con el arquitecto Fruto Vivas, hace más de veinte años, en su casa barquisimetana y cabañas flexibilizadas que les diseñó al cinético Cruz-Diez en Tovar y Carlos Contramaestre en el sector Valle Grande de Mérida. El afamado solía advertirme que los venezolanos experimentaríamos ininterrumpidos movimientos políticos-telúricos, y él debía diseñar viviendas antisísmicas al pueblo.

“Les prometo que Venezuela tendrá una revolución perpetua, y seremos eternos con ella”, vaticinó ante los mencionados, una noche que bebíamos heroica en la hermosa cabaña que le diseñó al pintor y crítico de arte Contramaestre. “Y ella acabará con las oligarquías del capitalismo salvaje, se apropiaron del país”.

Formulé al notable arquitecto que, según mi opinión, más allá de su tiempo ninguna persona puede prometerse en nada trascendental porque lo hace fundamentándose en anhelos. Cree o sospecha que vivirá mucho para esputar sobre la tumba de quienes eligió por enemigos o los configuró de ese modo para exterminarlos. Sin embargo, sucede. En el siglo XX destacaron varios. Pero entre ellos tuvieron un gigantesco impacto: Benito Mussolini, Adolf Hitler, Joseph Stalin y Mao Tse-tung. Tanto influyeron que sus crías se hacen adorar en todo el planeta, sin excluir nuestro Hemisferio Sur, donde cíclicamente nacen y fallecen falaces providenciales o mesiánicos, con sus cargas genéticas. Aquellos precursores tienen, póstumamente, espurios discípulos muy dispuestos a cometer lo insospechable.

No es [im] postura criminar a esos sujetos a los cuales no les importó devastar con el propósito de mantenerse en pie de mando sobre esclavos. Formaron parte de la pútrida e indetenible Historia Universal de Abominaciones. No es divertido: desgasta psíquicamente y hasta enfada dedicarnos a formular hipótesis sobre las causas por las cuales ciertos mortales piensan que lo son por rara y mística supremacía, y que trascenderán tras matar miles o millones de seres. Para tales sujetos, el otro no merece vivir cuando discrepa. Solo merece un poco de existencia venerándolo sin  que pudiera amotinarse a favor de liberarse. Ante Él (Alter), que se inviste en ceremonial de paradas castrenses para conferirse atribuciones más allá de su tiempo, los ciudadanos solo pueden lucir servidumbre. Es un trastorno de la personalidad dar forma a la codicia y espejismo de eternidad.

La nuestra es una realidad con perceptibles indicios de estar muerta. No es conforme a normas de convivencia y funcionamiento administrativo social, sino zombi. Desde la Orilla de la iniquidad, aventajados con tropas mercenarias y tesoros robados nos miran intranquilos. Pero nosotros también: a sus ojos esquivos. Los enfrentamos fijándoles límites a su estupidez y barbarie arrasadora. Somos desahuciados o esperpentos siempre cansados de experimentar penurias. Queremos o necesitamos estar vivos, según cada caso, para amar, proteger, crear en concilio, ser testigos de asuntos varios e intentar actuar contra la discordia que no firma treguas. Sabemos de confrontaciones inevitables en el mundo de convidados y denostados.

Fruto Vivas dictó una conferencia en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de los Andes, y estuve presente. Disertó respecto a sus proyectos urbanísticos revolucionarios, donde la dignidad de quienes habitarían sus modernas zonas residenciales era lo más importante para él. Hablaba y los llantos le sobrevenían.

“Disculpen, jóvenes, por favor”, repetía en el aula donde impartía su clase magistral. “Soy arquitecto, pero también revolucionario y me deprimo”.