El 1 de marzo de 2021, el presidente de Colombia, Iván Duque, firmó el Estatuto Temporal de Protección de Migrantes Venezolanos (ETPMV), que concede a los migrantes venezolanos que vivían en Colombia desde el 31 de enero de 2021 o antes el derecho a solicitar el Estatuto de Protección Temporal hasta por diez años. Esta protección regulariza a estas personas y les da acceso a la economía formal, a la asistencia sanitaria y a la educación pública. En febrero de 2022, 96% de los 2,5 millones de venezolanos que, según estimaciones, residen en Colombia, habían solicitado esta protección.
Más allá de la importancia de esta acción —Colombia puede (y debe) ser alabada por hacer más por esta población desplazada que cualquier otra nación—, refleja una narrativa errónea, que se basa en la idea, tanto en los círculos académicos como del activismo, de que, si simplemente abrimos las fronteras y regularizamos el estatus de las personas, se logrará la justicia migratoria.
El problema es que las fronteras no son muros o puertas que pueden abrirse o cerrarse a capricho. Tratar a los inmigrantes con justicia requiere algo más que simplemente abrir las fronteras y relajar los requisitos de admisión. Esto queda claramente demostrado por el hecho de que incluso con el Decreto de Protección Temporal (ETPMV) en vigor, innumerables inmigrantes venezolanos en Colombia siguen sufriendo diferentes tipos de injusticias migratorias.
En el caso de Colombia, debemos reimaginar la naturaleza de las fronteras y lo que la política fronteriza debe implicar. Desde la promulgación e implementación del ETPMV, los migrantes venezolanos han continuado enfrentando injusticias simplemente por su nacionalidad y estatus migratorio. El Departamento de Medicina Legal informa que entre enero y mayo, 367 migrantes venezolanos fueron asesinados en Colombia. Según Amnistía Internacional, la violencia de género contra las mujeres venezolanas refugiadas en Colombia aumentó en 71% entre 2018 y 2021, y el Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia (DANE), determinó que 24% de las venezolanas ha sufrido discriminación o trato injusto debido a su género, condición migratoria y nacionalidad.
El Barómetro de Xenofobia reportó que los casos de xenofobia antivenezolana han aumentado en 2022. Durante los primeros cinco meses de este año, la tasa de incidentes reportados aumentó de 9% a 12%. Los migrantes venezolanos también siguen teniendo dificultades para encontrar trabajo (a pesar de que ahora tienen permiso legal para hacerlo), incluyendo a 43% de estos que cuenta con un título universitario. Esto, debido a que actualmente muchos empleadores exigen documentación adicional.
Por otro lado, incluso cuando encuentran trabajo, los migrantes venezolanos siguen recibiendo salarios más bajos, trabajan en condiciones desfavorables y siguen siendo objeto de trata de personas, trabajo sexual y otros abusos por parte del crimen organizado y otros grupos. Según International Crisis Group, «en la industria de la construcción… un empleado colombiano puede ganar hasta 70.000 pesos colombianos (17,5 dólares) al día, mientras que a un venezolano se le pagan unos 30.000 pesos (7,5 dólares), incluso si tiene una cualificación similar». Y Colombia Reports señala que «se estima que 16% de la población sin hogar de Colombia es venezolana y muchos de los migrantes describen sus condiciones de vida como ‘miserables e inhumanas».
Estos datos no son un indicativo de que el Programa de Protección Temporal esté fallando —no es así—; estas cifras simplemente demuestran que no es suficiente. El hecho de que la injusticia migratoria siga impregnando las vidas y experiencias de tantos venezolanos en Colombia demuestra al menos dos puntos. En primer lugar, necesitamos dejar de ver la justicia migratoria como sinónimo de fronteras abiertas y, segundo, necesitamos empezar a reimaginar la naturaleza e importancia de las fronteras para empezar a hacer mejores políticas migratorias.
Tenemos que dejar de ver las fronteras como muros, límites o puertas que separan poblaciones y territorios que pueden abrirse o cerrarse a capricho de un Gobierno. Las realidades empíricas en Colombia y en todo el mundo muestran claramente que esto no es cierto y que los migrantes, los solicitantes de asilo y los desplazados, cruzarán las fronteras si necesitan hacerlo.
No se trata simplemente de que las fronteras abiertas o cerradas no afecten realmente a los flujos migratorios, sino que esta realidad demuestra que tenemos el enfoque equivocado cuando se trata de fronteras y política fronteriza. Debemos dejar de centrarnos en lo que son las fronteras y las políticas fronterizas, y centrarnos, sí, en lo que hacen las fronteras y las políticas fronterizas, que es promover o impedir la justicia. En otras palabras, la cuestión no es si debemos mantener las fronteras abiertas o cerradas, sino cómo utilizar las fronteras y la política fronteriza para promover la justicia.
El aumento de la militarización de las fronteras no es un problema por el simple hecho de intentar mantener las fronteras cerradas. Es un problema (entre otras razones) porque fomenta la violencia e incrementa los peligros a los que se enfrentan los migrantes, los solicitantes de asilo y los desplazados al cruzar, ya que se les obliga a utilizar rutas no autorizadas o precarias donde quedan expuestos a enfermedades, violencia y a la muerte a mano de delincuentes y bandas que los roban, violan o explotan para el tráfico de personas y la captación/servidumbre.
Muchos reclaman una mayor presencia del Estado en forma de policía para mantener la seguridad de las ciudades y de los migrantes, junto con un incremento de los servicios sociales como clínicas médicas, escuelas y servicios de comunicación. Es decir, muchos argumentan que la ausencia del Estado en las regiones fronterizas (aparte de la presencia militar) abandona a los migrantes y genera más injusticias.
La cuestión, pues, no es si las fronteras deben estar abiertas o cerradas, sino qué hacen y cómo podemos cambiar las políticas en las regiones fronterizas para fomentar la justicia. Y tomar este camino ayudará no solo a los venezolanos en Colombia, sino que también orientará mejor a las naciones de toda América sobre cómo construir políticas fronterizas que realmente ayuden a los migrantes a mejorar sus condiciones de vida.
Allison B. Wolf es profesora asociada e investigadora del Centro de Estudios Migratorios de la Universidad de los Andes, Colombia. Doctora por la Michigan State University. Autora de Just Immigration in the Americas: A Feminist Account (Rowman & Littlefield International, 2020).
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