Al concluir el año he reunido, como obra de pedacerías: Diálogo con el miedo en Venezuela, la suma de mis crónicas durante el período que apaga sus ojos o apenas los cierra para que la luz del nuevo amanecer no deslumbre mientras se acostumbran.
Escribiendo acerca de los desafíos del tiempo de esperanzas que se nos abre a los venezolanos, refiero, justamente, que el miedo que rige bajo la dictadura disgrega, y para dominarlo reclama se le pongan rostros.
Señalo la infertilidad de la unidad que se forja para cubrirnos los unos a los otros dado el mismo miedo y por ser el efecto de un agrupamiento signado por el instinto de la supervivencia o para superar el rigor del tiempo adverso; o para preservar un espacio de poder y dar rienda suelta a impulsos reflejos, como si la citada supervivencia fuese lo esencial a lo humano; que solo lo es en el reino animalia.
Alguna vez dije que, durante los años previos a nuestra emancipación e independencia, en estos predios, nuestros ilustrados ponen de lado a Maquiavelo y prefieren leer a su enemigo, a Juan Botero, autor de La razón de Estado. Botero recordaba y se complacía en el rey que en tiempos de hambruna da ejemplo en sí y en su persona, y muestra pena y dolor sinceros por los sufrimientos de su pueblo. Lo que de suyo implica ingenio, pero sobre todo juicio y rechazo cabal a quienes usurpan la virtud.
No por azar, cuando nos llega la idea del partido, léase la necesidad de la opinión disonante que forma el juicio, la palabra partido es un “crimen en el diccionario de la servidumbre”. Espanta a los tiranos “y llena de pavor a los esclavos”. Así lo cuenta Francisco González Guinán en su Historia contemporánea de Venezuela, al comentar la Memoria que prepara la Sociedad Liberal de Caracas en el año de 1845 y en la que trabajan José Manuel García, Manuel María Echandía y Antonio Leocadio Guzmán, por pedido de José de Iribarren y Manuel Larrazábal, cabezas del primer grupo opositor que conoce nuestra recién constituida República.
Se trata de un documento crucial, suerte de partida de nacimiento de nuestra modernidad política, explicativo del dilema inaugural que intenta resolverse una centuria después, en 1945, pero que aún hoy, de modo insólito, pasados casi 175 años, retrasa nuestra madurez democrática: “Los poseedores de la autoridad, queriendo perpetuarse en su ejercicio; y los gobernados, ansiando sustituirlos o cambiarlos… y los nuevos, a la vez, han propendido a la misma usurpación”.
Así se explica, no de otra manera, la tendencia pendular y viciosa que nos atrapa hasta el momento. O vivimos bajo esclavitud los unos o nos mantenemos en permanente rebelión los otros. Nos resignamos a ser dominados, mientras acopiamos coraje para echar mano de la lanza o del fusil. Le tenemos miedo a la libertad, en pocas palabras, por no saber o no querer convivir con las disidencias.
Peleamos por el principio de la alternabilidad, ciertamente, pero por la alternabilidad dictatorial, no nos engañemos.
Y ¿por qué tantas dificultades para el goce de la libertad política entre nosotros?, se pregunta González Guinán: “Porque ella no puede existir sino como producto de la libertad de todo pensamiento y de toda voluntad legítima”. El respeto de los unos por los otros es su lapidaria respuesta.
He celebrado, pues, que, en este momento crucial para Venezuela, mientras en lo interno aún abrimos y al momento cerramos los ojos para que la luz de la libertad anhelada no nos encandile, el Grupo de Lima, con ojos muy abiertos, nos aporta una agenda para resolver sobre la cuestión que nos mantiene en agonía, la dictadura criminal imperante. Mayor claridad, mejor precisión, más concreción, es imposible demandárselas a sus autores, quienes en lo adelante nos escrutan.
No abundo sobre el contenido de la declaración. Es deber de todo venezolano leerla y hacerla decálogo propio, pues nos ayudará a superar el miedo a la libertad.
Para que no haya miedo, como lo veo, precisa el Grupo que el gobierno y la administración del Estado los asuma transitoriamente el Parlamento. A este debe transferirlo –si posible voluntariamente o forzado por la soberanía popular en acción o por la Fuerza Armada– quien lo ha confiscado al margen de la Constitución, Nicolás Maduro Moros.
Mas, para asegurar que la Asamblea quede protegida y como defensa ante las persecuciones de las que puedan ser víctimas sus diputados, queriéndoseles doblegar ante el poder usurpado cuya existencia es constitucionalmente nula a partir del 10 de enero, el Grupo de Lima reconoce la legitimidad del Tribunal Supremo de Justicia en el exilio. Su integridad, su independencia, su autonomía serán claves al efecto, según la opinión de los gobiernos, como consta en la declaración.
“Solo a través del pleno restablecimiento de la democracia… se podrán atender las causas de la crisis política, económica, social y humanitaria que atraviesa” Venezuela, reza la misma.
La unidad de ánimos diversos y en distintos grados, tantos como son necesarios y los reclama la conquista de la democracia, tiene un armador del juego, Juan Guaidó, nuevo presidente de la Asamblea Nacional. A tenor de sus primeras palabras, demuestra saber que el programa no es un hombre, como lo ha sido hasta ahora.
Que Dios y la patria velen por todos y para el bien de Venezuela, para que cese entre todos, finalmente, el miedo a la libertad.
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