Las elecciones en Venezuela resultaron un poco mejor de lo previsto. Fue tanto el fraude que ni siquiera Henri Falcón, el candidato opositor “palero”, pudo avalarlas. La participación sí fue mucho menor que la histórica –como lo deseaba la oposición– y Falcón se vio obligado a desconocer los resultados y pedir nuevos comicios. Fracasó la maniobra de Nicolás Maduro de llamar al día siguiente a un diálogo nacional, al que hubiera acudido Falcón, y menos aún de formar un gobierno de unidad nacional con él y otros opositores a modo.
Igual, el régimen sobrevivió a la tormenta y se apresta, en medio de una crisis económica, humanitaria, de abastecimiento y de violencia sin parangón en la historia moderna de América Latina, a permanecer seis años más en el poder. Lo hará, según el presidente Juan Manuel Santos de Colombia, aprobando una nueva Constitución que instalará una dictadura siguiendo el modelo cubano, acabando con lo poco que queda de la vieja democracia venezolana.
La comunidad internacional, a su vez, condenó las elecciones, desconoció los resultados y, según los países, inició o endureció sanciones contra Maduro y sus colaboradores. En particular, el Grupo de Lima, compuesto por 14 países, entre ellos México, Argentina, Brasil, Canadá, Colombia y Perú, llamó a sus integrantes a aplicar o a intensificar medidas de suspensión de relaciones militares, culturales, financieras y comerciales con Venezuela, y a preparar una resolución de mayor dureza para la próxima Asamblea anual de la OEA, en Washington, dentro de dos semanas.
En plena campaña presidencial en México, el tema no parece atraer demasiada atención. Extrañamente, en el debate de Tijuana, dedicado al tema de “México en el mundo”, el día mismo de las elecciones en Venezuela, los moderadores no consideraron útil o necesario interrogar a los aspirantes sobre su postura ante los comicios venezolanos, ni sobre la crisis de aquel país en general. Se hubieran llevado una sorpresa, y hubieran ayudado a ilustrar al electorado mexicano sobre una paradoja más que envuelve a Andrés Manuel López Obrador.
La sorpresa: los candidatos Anaya, Meade y Rodríguez Calderón sostienen la misma posición, a saber, básicamente la del Grupo de Lima: desconocimiento de los resultados por inexistencia de las condiciones mínimas necesarias, de acuerdo con criterios internacionales, suspensión de toda la cooperación con Maduro, llamada a consultas de nuestra embajadora en Caracas, sanciones crecientes contra la dictadura. López Obrador, por su parte, mantiene su silencio tradicional, pero sus voceros o bien invocan el consabido y llevado y traído principio de no intervención, o bien confiesan que no han discutido el tema o no responden a la pregunta salvo para decir que AMLO no conoce a Maduro. La paradoja: el tema incomoda enormemente a Morena y a AMLO, y no saben dónde esconderse cuando surge.
En efecto, tienen de dos sopas. O bien critican y denuncian el fraude, el autoritarismo, el exilio forzado y la corrupción del chavismo, en cuyo caso brincan sus huestes internas: Polevnsky, Noroña, Taibo, el PT, y corren el riesgo de que Caracas revele secretos inconfesables de 2006. O bien defienden el régimen dictatorial, escudándose tras una vergonzosa no intervención, y aparecen ante sectores clave del electorado como cómplices del autoritarismo y el fraude. Mejor se callan. Pero si se les arrincona, trastabillan o cascabelean.
Por una de dos razones. Ya sea porque simplemente no saben qué decir, y piensan, tal vez con razón, que el silencio no será reprobado por una opinión pública mexicana indiferente. No pagan costo alguno por contestar con lugares comunes o balbuceos. O tal vez callan porque existe una verdadera afinidad o cercanía de Morena y AMLO con la experiencia chavista, en todas sus versiones, y no quieren criticar o deslindarse de un aliado y, sobre todo, de un modelo, cuyo fracaso es culpa del imperio, no de los errores y excesos garrafales que ha cometido.
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