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Memorias del subdesarrollo

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Cuatro estaciones en La Habana me recuerda a la Caracas negra del siglo XXI, con su propaganda dedicada al comandante, su ola de crímenes, sus conflictos de interés, sus nostalgias, sus estancamientos, sus evocaciones melancólicas, sus resignaciones, sus esperanzas frustradas.

La diferencia es que en las cuatro estaciones de Caracas echamos en falta a un detective, a un sheriff del pueblo oprimido que venga a poner orden en la casa como el antihéroe romántico de Mario Conde, un personaje expresionista que se me antoja no solo un álter ego de Leonardo Padura, sino un arquetipo de innumerables olas de disidencia, entre el romanticismo, el existencialismo, la contracultura, el rock, el jazz, el anarquismo y el cinismo como formas de contestar a los llamados oficiales de la represión.

Mario Conde busca impartir justicia y combatir las plagas que desnudó el realizador cubano Tomás Gutiérrez Alea: la esterilidad de la burocracia, la desmemoria del subdesarrollo, las contradicciones del socialismo real, el ocaso de los ídolos del comunismo, la corrupción de las élites fidelistas, la violencia de género, la homofobia y la intolerancia.

La serie expresa la decadencia de la utopía castrista y lo que quedó de ella después del período especial, donde los hombres nuevos se aburguesaron y fosilizaron.

La locación exhibe el talante de una ruina y cobra el protagonismo de los mejores momentos de la trama, en los que la imagen refleja el estado de descomposición, sin necesidad de apelar a los recursos de la literatura explicativa, moralizante y didáctica.

Al metraje le sobran minutos, diálogos, escenas y secuencias redundantes, que poseen una planificación estereotipada, que se conforman con recitar la cartilla de lugares comunes del género.

El plano formal del producto no escapa de los estándares neocoloniales del exotismo y la explotación del pornoturismo del Caribe, amén de postales de la dominación masculina y del viejo encuadre del desfile de mujeres cosificadas en viñetas medio kitsch.

La patina qualité, de la dependencia del guionismo, estanca al formato, restándole espontaneidad y sujetándolo al corsé de Aron Sorkin, replanteando una y otra vez la idea de hablar, caminar y someter a un interrogatorio policial a los sospechosos habituales, quienes cantarán sus delitos al final, ante la presión del personaje principal.

En el primer capítulo encontramos una dualidad que será constante del trayecto humano y sentimental. El protagonista descubre una proyección de su fantasía, a través de diversos intereses románticos, que parecen provenir de sus sueños y pesadillas, que reencarnan sus demonios y placeres.

Las mujeres son fatales, a su manera, y resumen las circunstancias del contexto. Ellas son la representación de una cierta Cuba vampirizada y prostituida, así como Conde es síntesis de una Cuba que intenta superar los escollos y las trabas del status quo, pero que a la postre tiene problemas para avanzar y salir del círculo vicioso que plantea la historia.

El carácter cíclico de los relatos de investigación puede pasarle factura al trabajo creativo, haciéndolo presa de una estructura predecible, academicista y conservadora.

La crítica política no es tan frontal como uno quisiera. El experimentalismo y la denuncia se diluyen, a merced de la construcción lineal y clásica de los episodios, apenas fracturados por pequeñas y epidérmicas alucinaciones o fantasmagorías, que lucen descafeinadas al lado de la última temporada de Twin Peaks de David Lynch.  

En general, Cuatro estaciones en La Habana asume el punto de vista de un telefilme que renuncia a la exploración de las escuelas de la periferia, para enmarcarse en un estándar de calidad que garantiza la difusión en el mercado latino.

En descargo de la dirección, la puesta en escena resulta convincente y evocadora del estilo de los thrillers conspirativos de la posmodernidad, como Matar al mensajero y Blackhat, solo que la realización adapta las pautas del neo noir español que vimos en La Isla Mínima y Que Dios nos perdone.

Además, desde el título, merece un estudio comparativo con la obra maestra de Fermín Marmol León, Cuatro crímenes, cuatro poderes, traducida por Román Chalbaud, cuando el realizador no tenía un contrato de exclusividad con el PSUV y la exaltación de su procerato bolivariano.

Cuatro estaciones en La Habana desata un huracán de pasiones y demoliciones controladas, que se ciñe al esquema de serie b de los melodramas cubanos, amparados en el desarrollo de un realismo de costumbres.

Los secundarios aportan una agradecida cuota de humor negro en medio del patetismo circundante. Cada entrega contiene una interesante simbología que agrega capas de lectura, sobre la épica del desencanto y la erosión de los ministerios que devaluaron los barbudos al transformarse en clase dominante.

La muerte, el escape y la libertad individual conforman las posibilidades de redención que señala la pluma desesperada de Padura. Una ventana que se abre y se cierra alrededor de los personajes de Cuatro estaciones en La Habana. 

Los asesinatos dibujan la punta del iceberg de una Habana negra que devora a sus víctimas e hijos, en pos de la supervivencia de un paradigma fenecido.

Ante ello, Mario Conde prefiere renunciar a su condición de peón y asalariado de los dueños de la isla. El funcionario vuelve a la escritura para resistir a los embates y las inclemencias de los tiempos adversos. Sigamos, como espectadores, descifrando las notas y las pistas que nos ofrecen sus páginas manchadas de alcohol, sangre, sudor y lágrimas. 

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