El apego a la virtud termina por modelar en los discípulos de la Compañía de Jesús, el modo de ser de sus preceptores, quienes favorecen una devoción cristiana que antecede al pensamiento y a la acción creadora en el ámbito temporal. El plan de estudios que desde 1599 se conoce como la ratio studiorum ha infundido una visión marcadamente humanista del mundo que nos rodea; naturalmente, se trata de una propuesta educativa que evoluciona en el tiempo, que se adapta a nuestro entorno cambiante, desdoblándose de tal manera uno de los pilares del liderazgo jesuita. Se aprende a vivir con honestidad, sin menoscabar la excelencia que nos es dado imprimir a nuestros logros terrenales, también a conocernos a nosotros mismos, para de allí ordenar nuestra propia existencia, corrigiendo defectos y aprendiendo de los errores cometidos. Asimismo, se sugiere examinar la conciencia –evaluando la propia conducta y los caminos andados–, meditar, contemplar y sobre todo orar vocal y mentalmente –siempre con fervor–, como proponía san Ignacio.
A lo anterior tenemos que añadir la pasión por Venezuela que se nos inculca desde niños, en nuestro caso devenida en fortaleza que nos anima arriesgar por el cambio, igualmente en palpitación de amor y esperanza ante el drama humano que hoy nos envuelve. Todo eso hicieron nuestros maestros jesuítas del Colegio San Ignacio de Loyola. Y es de allí que se consolida y prospera en nosotros ese sentimiento ignaciano que nos identifica.
Rafael Baquedano, S. J., nuestro amigo dilecto, fue un consagrado maestro que nos ayudó a encauzar esa labor tan personal en los exámenes y en las preguntas, en las preces y en las normas prácticas que aseguran el provecho de los ejercicios espirituales –bajo una versión laica, sin duda menos exigente que la propia del seminario–.
Desde el silencio que nos habla y nos delata tal como somos –aquel que sosiega el espíritu–, hasta el hábito de lucha que robustece el carácter en su azaroso recorrido hacia el cumplimiento del deber, Baquedano dirigía a sus discípulos, a sus amigos y a quienes buscaban en él respuestas a planteamientos escabrosos, hacia esa luz y esa paz espiritual que reconforta, a la alegría de vivir y sus posibilidades y ante todo a la necesaria energía para enfrentar los tiempos de mayor adversidad. Y lo hacía encomendándonos con ternura y diligencia a la Bienaventurada Virgen María –la Virgen del colegio, tan venerada por nosotros los ignacianos–.
Baquedano fue un hombre discreto, piadoso, elocuente y sobre todo estudioso de temas diversos que le permitían participar activamente en discusiones inteligentes con las más diversas personalidades y audiencias. Le interesaban los temas de la cultura, de la política, de las relaciones internacionales, del Derecho y la Economía, más allá de cuanto correspondía a su sólida formación en el seminario y en la universidad. Y fue ante todo un pastor de almas imbuido en aquello que el cardenal Carlo María Martini, S.J. –de cuya inteligencia hablamos repetidamente con Baquedano–, llamaba la Iglesia Misionera, la Iglesia Confesante, la Iglesia Evangelizadora, la que de suyo no está con cualquier persona. Jesús –escribe el purpurado– está con la Iglesia que continúa su obra, que se mueve, que camina, que comunica su experiencia de discipulado. Baquedano, con su particular sencillez, nos hizo sentir que Jesús está con nosotros, cada vez que nos dejamos llevar por el Evangelio, cada vez que nuestra vida es evangelio irradiado. Así pues, nos hizo advertir y sobre todo palpar la diferencia entre el cristiano esencial y aquel que apenas guarda las apariencias mientras participa lacónicamente en los ritos de la Iglesia Católica. Y concluye el cardenal: Jesús está con nosotros cuando vivimos nuestra vida evangélica, está con nosotros en nuestro esfuerzo por vivirla y, por tanto, es una presencia activa, estimulante. Baquedano fue un verdadero maestro en la vida práctica, un hombre de avanzada, uno de aquellos que caminan “enseñando a observar” lo que es preciso advertir. No era poner el acento sobre una “recta doctrina” en sí misma, sino desdoblar esa capacidad de hacer vivir evangélicamente a todo aquel que sin miedo, solicitaba su abrigo espiritual.
Al padre Baquedano lo conocí hace ya muchos años, cuando yo cursaba estudios de Derecho en la Universidad Católica Andrés Bello. Siempre cordial, abierto a la discusión de temas diversos, trataba entonces de ilustrarme en el sentido cristiano de la vida humana. Y en ese orden de ideas, dado mi particular interés por el tema de la educación jesuítica y de los jesuitas en general, me hablaba con frecuencia del desarrollo de los talentos dados por Dios a cada persona individual; a eso apuntamos en el colegio y en la universidad, me decía con firmeza. Una formación intelectual debía ser profunda, razonable, cristiana para los creyentes, compartida entre disciplinas humanísticas y también científicas, para lo cual era imprescindible lograr un ambiente de cabal motivación. Como buen jesuíta, sus frecuentes observaciones a mis artículos de prensa eran atinadas, usualmente profundas, muy críticas cuando había lugar a ello, siempre estimulantes.
Pero también Baquedano se convirtió para nosotros en un miembro más de nuestra familia. No solo en función del tema espiritual, sino en cuanta ocasión fue posible, le vimos tomar parte en la vida familiar de nuestra casa paterna, después en la propia, cuando Emily y yo fundamos hogar con nuestros hijos –a quienes incluso llegó a recomendar, junto con el padre Luis Azagra, S. J., para ser admitidos en el Colegio San Ignacio de Nueva York–. De todo ello debo recordar con inmensa gratitud y por su significado, el acompañamiento que hizo de nuestros padres, en dos momentos distintos, cuando ambos aproximaban su tránsito a la eternidad; la calidad humana del padre Baquedano, su ternura, su piedad y compasión en aquellos momentos límite de la existencia, fueron sencillamente exultantes, inolvidables para nosotros como familia cristiana.
Se nos va el padre Baquedano en momentos difíciles para la Venezuela que tanto anheló; de ello hablamos con amplitud, desde que apenas comenzaba este prolongado drama nacional. Pero nos queda el imborrable recuerdo de su bondad, como prenda de afecto, de gratitud y de amistad perdurables. Y baste añadir que en Baquedano se cumple, a carta cabal, la máxima ignaciana que preconiza: en todo amar y servir.
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