Nada menos que 5.535 han sido los muertos “por resistencia a la autoridad” durante el año 2017, según el Observatorio Venezolano de la Violencia. ¿A qué autoridad? A la de funcionarios policiales y militares.
Hace ya tiempo que quien esto escribe había reseñado que estaba dada la orden de matar a los jefes de bandas aunque estuvieran acostados en sus camas. Hace años que esto se está cumpliendo a rajatabla. Es muy fácil para los funcionarios policiales o militares camuflar, bajo el rótulo de “resistencia a la autoridad”, la muerte deliberada de una persona. Basta ponerle a la víctima, una vez cadáver, un arma en la mano y disparar con ella hacia alguna parte.
El sentido común nos dice que no son tantos los jefes de banda; pero, aunque fueran, el Estado no tiene derecho a ordenar o simplemente permitir la muerte de nadie en este país y menos facilitar la libre iniciativa del funcionario al respecto, el cual, además, bien sabe que no será sometido a ninguna sanción.
Las cifras del año 2017 son solo una muestra de cómo se está procediendo en el control de la violencia de los delincuentes. La preocupación se hace mucho mayor si consideramos que muchas de las víctimas habrán sido personas inocentes que nada tenían que ver con el delito. Sabemos muy bien cómo las llamadas fuerzas del orden disparan sin ningún reparo cuando persiguen a quien a sus ojos aparece como un delincuente. Y digo bien: “aparece”. En efecto, demasiadas veces es la apariencia la que guía la acción represiva. Tener “cara de malandro”, ya sea por el color de la piel, ya sea por el gesto, ya sea por la indumentaria, es razón suficiente para que la supuesta autoridad decida “neutralizar” a una persona sin ningún remordimiento y sobre todo sin ningún peligro de recibir algún tipo de sanción.
Hace ya mucho tiempo que el Estado venezolano parece haber decidido actuar sin ninguna contemplación, sin pararle mientes a los derechos más elementales del ciudadano. Lo estamos continuamente experimentando. Últimamente lo hemos vivido cuando un grupo de sublevados contra el gobierno, mientras clamaban su entrega y rendición, fueron públicamente masacrados.
No se trata de defender a quienes violan las leyes y asesinan, también sin misericordia, sino de respetar la vida de todo ser humano como un derecho inviolable por muy delincuente que sea su conducta.
Si un Estado como el nuestro se permite violar este fundamental derecho, todos los ciudadanos, buenos y malos, estamos en peligro de muerte. Defendiendo la vida del delincuente, defendemos también la nuestra.
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