Cuando el general Isaías Medina fue derrocado en 1945 por la revolución de Acción Democrática y la Unión Patriótica Militar del mayor Marcos Pérez Jiménez, hubo un adulante que instó a Medina a que atacara la Academia Militar. El presidente respondió: “¡Yo no asesino cadetes!”. Impidió más violencia a pesar de que tal vez habría podido defender su gobierno.
En el momento en que los militares capitaneados por el teniente coronel Pérez Jiménez iban a deponer a Rómulo Gallegos en 1948, este ordenó a sus edecanes que se despojaran de las armas para no darles excusas a los que venían a arrestarlo para un enfrentamiento armado. Gallegos jamás lo habría auspiciado.
El general Pérez Jiménez, diez años más tarde, cuando la alta oficialidad se reunió en la Academia Militar, a pesar de lo criminal que fue su régimen, se detuvo un momento y decidió no resistir en la medida en que pudiese haberlo hecho. Recogió sus maletas (menos una: la de los dólares) y cruzó el cielo caraqueño en su Vaca Sagrada hacia el exilio.
Carlos Andrés Pérez recibió consejos cívico-militares para que no permitiese su trágica destitución a manos de la cuadrilla de “notables” de 1993, lo que podría haber generado una situación de violencia dada la precaria situación de opinión pública de su gobierno y con golpistas todavía encuevados dentro de las Fuerzas Armadas. CAP se negó porque pensaba que esa acción mancharía su historial democrático y traería choques de fuerzas inmanejables.
En más de 50 años los gobernantes, por distintas razones, llegaron a un límite del cual no se atrevieron a pasar. Pérez Jiménez no se detuvo por bondadoso pero, seguramente, no quiso cortar, con un final más cruento, su “puente de plata” en la huida.
Maduro, por el contrario, prefiere chapotear en la violencia que hoy sobrecoge a Venezuela, además de arrastrar en la ordalía a su grupete de civiles y militares. Lo fundamental de esa conducta criminal está en el audio de los generales que ponderan el uso de francotiradores contra la población civil: creen que son los actores de una guerra que tienen que ganar para que sobreviva el esperpento revolucionario; sobre todo, porque no hay lugar civilizado del planeta que los acoja en su fuga.
Maduro, a diferencia de los gobernantes venezolanos que vivieron situaciones límite, prefiere la sangre a su salida del poder. La obsesión por su poder putrefacto consume a su régimen y con ella arrastra al país. Los civiles forjadores de libertades están en las calles, ¿dónde estarán los militares que creen en la forja de la libertad?
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