Está comprobado que los tweets por lo general expresan más carga de emotividad que lo que se produce como contenido en otros medios de las redes sociales. Escribí uno en días pasados que observé que tuvo buena actividad, en el que decía textualmente: “Volver a soñar en la integración latinoamericana con sentido de realismo y sin ataduras ideológicas es una tarea por delante. Necesitamos una región abierta, con libre tránsito de personas, con homologación de estudios, con ciudadanos libres identificados como latinoamericanos”.
En esa línea de pensamiento quisiera hacer unas reflexiones sobre nuestro regionalismo. Tenemos más de 300 acuerdos comerciales notificados ante la OMC. Por su parte, si algo ha tratado de hacer el conjunto de gobiernos de la región latinoamericana por décadas es la de convertir esta parte del continente en una región en el sentido más amplio de la palabra. No en el simplemente geográfico, que de por sí lo es, sino como entidad política y económica. Sin embargo, si bien la naturaleza se ha encargado de buena manera de darnos una entidad bastante homogénea, los hombres encomendados de hacer la política en esta parte del mundo más se han acercado a unirnos por la vía de la retórica que por la de la integración amplia, verificable y perdurable. Esto es, sin Instituciones sólidas, blindadas a los vaivenes de la política y los localismos de turno.
Veamos. Hay dos grandes etapas para evaluar los esfuerzos por integrar la región. Sin menospreciar los esfuerzos a lo largo de la historia y el legado de nuestros libertadores por la construcción de una región integrada, podemos ver dos períodos bien diferenciados: los años noventa y el ciclo que corresponde al inicio del milenio. En la primera etapa nos caracterizamos por una maraña de acuerdos comerciales y de integración que fueron proliferando y consolidándose en una década en la que se imponía una visión liberal de la economía y de inserción en los procesos de globalización que aceleradamente se producían. En nuestra región teníamos como puntas de lanza la CAN, el Acuerdo de Integración Centroamericana, Caricom y posteriormente Mercosur. A estos se suman los TLC entre algunos países de la región, especialmente impulsados por Chile y México. El G-3 fue uno de estos esfuerzos. Más reciente tenemos la Alianza del Pacifico, cada vez más solida y evolutiva.
Con el regionalismo abierto se buscaba entre otros propósitos conformar una economía de mayor escala para la región. Era difícil intentar penetrar la economía mundial con economías de menor dimensión. Venezuela tenia mayores opciones como miembro de la CAN que como actor individual, excluyendo por supuesto su fortaleza como proveedor de petróleo. Otro de los objetivos que se perseguía era hacer que nuestras empresas fuesen más competitivas. Los gobiernos estimulaban a sus empresas a competir para desarrollar sus capacidades exportadoras. Por otra parte, estos procesos de integración y a su vez de ampliación de mercados permitía el ahorro de divisas convertibles, así como atraer inversiones directas basadas en la amplitud de los nuevos mercados que se abrían entre los países de la región. Un inversionista extranjero en Venezuela, por ejemplo, se montaba en el mercado andino sin mayor dificultad. En ese ejemplo está uno de los cimientos clave de la visión de conjunto de los beneficios de la integración.
Esta fortaleza integradora buscaba también permitirle a la región una mayor capacidad negociadora frente a terceros. Se entendía que una región unida negociaría con mayor paridad ante las grandes economías, especialmente Estados Unidos y la CE. Hoy el otro gran actor sería China. Toda esta lista de propósitos para la región buscaban además tres grandes objetivos: ampliar los flujos de comercio entre los países de la región, desarrollar la infraestructura regional y generar riqueza en la región con su consecuente efecto en la creación de empleo estable.. Esta visión era el preámbulo a nuevos y mayores consumidores con opción de elección de productos.
Entender el regionalismo de esta manera era la bisagra a una futura unidad política. Sin embargo, vemos que las diferencias políticas llevan hacia un nuevo regionalismo que nos coloca en una transición y con nuevas tendencias que favorecen lo político sobre lo económico. La cooperación por encima de la competencia y la retórica como herramienta de desintegración de la arquitectura comercial que bien se perfilaba como la base de una región fuerte y mucho más dinámica. Los técnicos describen nuestra integración como un plato de espaguetis, cruces, solapamientos, avances y retrocesos tanto en lo interno como hacia actores extraregionales.
Lo cierto es que con el tiempo deberíamos ir dando orden a esa ingeniera variable que permita que tengamos un proceso de integración armónico, blindado ante tentaciones focales o locales, con sentido humano de la integración en donde el ciudadano se sienta de la región no solo por vocación, sino porque sean tomadas todas las previsiones que garanticen el fortalecimiento de la relación local con beneficios tangibles para sus pobladores. Insisto: debemos soñar con esa unidad posible.