El 15 de marzo de 1858 el general José Tadeo Monagas renunciaba a la Presidencia de la República y de esa manera se terminaba una década de autoritarismo, decadencia y corrupción. El movimiento que le dio fin es conocido como la Revolución de Marzo, aunque todos sabemos que toda insurrección o golpe de Estado en el siglo XIX ha tendido a ser calificado como revolución. Se cumplen 160 años de esos hechos, pero son pocos los que los conocen; aunque hasta hace unas décadas se tendía a pensar que no podría haber peor presidente que el jefe de dicha rebelión: el general Julián Castro (1810-1875). Ante los méritos de otros para lograr ese sitial, al menos se ha ganado el olvido de su desprestigio. Aquellos sucesos, aunque lejanos, nos sirven como recordatorio de importantes enseñanzas de la acción política.
La rebelión fue fruto de un cansancio nacional, de un gran y extendido hastío ante los Monagas y sus pretensiones de perpetuarse en el gobierno por medio de la manipulación del poder constituyente. El general José Tadeo reformó la Constitución y estableció la reelección indefinida y la elección de los gobernadores por el presidente, por solo nombrar dos de sus importantes cambios que generaban la apariencia de cierta consolidación. Pero la crisis no era solo política, sino también fue la corrupción, el nepotismo, el abuso de poder (desde el asalto al Congreso el 24 de enero de 1848 se había convertido en una autocracia, fecha que fue decretada fiesta nacional) y la represión por medio de la censura y el asesinato político; y el haber generado una profunda crisis económica y social ante la ausencia de respuestas adecuadas ante la caída de los precios del café entre otros problemas. Estos hechos son explicados por el historiador Robert P. Mattews tanto en su entrada relativa a la Revolución de Marzo en el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar como en su artículo: “La turbulenta década de los Monagas 1847-1858” (1976). La inseguridad no paraba de crecer en el campo (donde vivía más de 80% de la población) y se formaron bandas de guerrilleros que fueron forjando el caudillismo que se instalaría en las décadas siguientes. El país había entrado en una situación que se hacía inaguantable, de manera que cuando se dio el levantamiento, nadie salió a defender al dictador a pesar de las recientes palabras que hablaban de lealtad.
Para comprender la insurrección hay que conocer bien a su jefe principal, y para ello les recomiendo la magnífica biografía escrita por el amigo y excelente historiador: don Tomás Straka. Es un breve texto publicado en el 2007 dentro de la colección Biblioteca Biográfica Venezolana (el número 55) de El Nacional y Bancaribe. En la misma nos dice: “Cuando un régimen y un caudillo parecen más consolidados que nunca, todo, abruptamente, se viene abajo. (…) Nada mueve más a los opositores ni los hace más osados que la imposibilidad manifiesta de tomar el poder, aunque sea algún día (…)” (pág. 39). De esa forma se comienza a dar el acercamiento entre fuertes rivales: conservadores y liberales, que terminan de ver (o este se les ofreció, no hay gran claridad en los pasos de la conspiración) en el general Julián Castro (gobernador de Valencia) un jefe de consenso y con el mando de tropas. Muchos seguramente llegaron a dudar al pensar: ¿va a alzarse un oficial que ha logrado ascender militarmente y socioeconómicamente gracias a su lealtad a los Monagas? Fermín Toro, citado por Straka, afirmó: “Pedíamos los que conspirábamos un jefe al cielo y a la tierra, y ese jefe no aparecía; unos derrotados; otros, perseguidos; otros, fuera del país; solo el general Castro tuvo el valor de decir: Pongo mi espada en la balanza y me lanzo a combatir al que oprime ha diez años Venezuela” (p. 43). A pesar de ello siempre estará la duda si en caso de que haya sido “electo”, la razón fue por el hecho que este daba la impresión de ser manipulable, controlable. Parecía perfecto para la transición, parecía nada más.
No es tema de este breve artículo lo que ocurrió después, pero muchos lo saben bien: no se supo aprovechar la unidad que se logró para la conspiración ni la que se proclamó sin cesar en discursos, escritos y espíritus. Salimos del desastre para entrar en un caos mayor: la Guerra Federal (1859-1863) con sus secuelas de muertos, caudillos y más penurias y miserias. Hay tiranos que se llenan la boca con este tipo de ejemplos, y se venden como la garantía de ser un mal menor. Parecen decirnos: “Sufran conmigo que con la oposición será peor”. Es un chantaje intolerable que busca destruir nuestra condición de ciudadanos, del deber de asumir el destino de la nación. Los demócratas siempre lo harán mejor que los autoritarios, de eso no me cabe la menor duda.