En la Antigüedad se creía que el Atlántico era un caudaloso río que corría al borde del mundo conocido. El conocimiento de la naturaleza marítima apenas sostenía la certeza de un mar Mediterráneo habitado por dioses marinos, monstruos de las profundidades y sirenas cuyos cantos hacían perder a los marineros el rumbo de sus sueños. ¡La imaginación todo lo abarcaba! Los mares que fueron apareciendo en la medida en que los navegantes desafiaron los peligros que acechaban más allá del horizonte, también estaban poblados de seres fabulosos de implacable ferocidad. El Kraken, en las costas de Noruega, era un pulpo diabólico que constituía una amenaza en tiempos de la navegación a vela, aniquilaba tripulaciones y oscurecía las aguas con los chorros de tinta que lanzaba a manera de defensa. El Leviatán era otro monstruo marino con aliento de fuego; un lagarto de trueno vive en un lago de Escocia y el Mare Tenebrosum o mar de las tinieblas no aparece señalado en ningún mapa, pero quienes se han aventurado en el mar saben que existe cuando se llega a él y los marineros advierten que no hay luna ni estrellas y escuchan gemidos que salen de la oscuridad. Los barcos, cuando extravían su destino en la ruta hacia las Antillas, encallan en el mar de los Sargazos y allí se pudren cubiertos de algas de color pardo. Al bajar las mareas, el reflujo arrastra las almas y las lleva a un lugar desconocido. Pero no es solo en el mar donde vive lo imposible: en la mitología nórdica hay un monstruoso lobo llamado Fenris, prisionero en el centro de la tierra, que se liberará de sus cadenas cuando advenga el fin del mundo y entonces devorará el sol. Fuera del mar, hay dragones, árboles que hablan, elfos, gorgonas, basiliscos, frijoles mágicos, mantícoras y minotauros y hay un enorme perro negro de tres cabezas con gargantas erizadas de serpientes llamado Cerbero que vigila la entrada del inframundo.
Pero en nuestro pequeño universo, gris y adoctrinado, somos los humanos los monstruos que activamos las sofisticadas máquinas de destrucción que sirven para aniquilar a otros hombres; devastamos los bosques para diseñar campos de golf; tejemos perversas redes ideológicas para capturar vivas a nuestras víctimas y en las guerras convertimos en escombros los museos y las catedrales y contemplamos sin piedad cómo los niños y los ancianos perecen devorados por otros monstruos que atienden por los nombres de Tristeza y Abandono.
Algunos oceanógrafos reconocen que en las profundidades del mar hay calamares gigantescos y merodea un huidizo monstruo de asombrosas proporciones que ha sido advertido, pero que no se sabe aún cómo es, y más abajo, allí donde reina la oscuridad eterna y no existe vida alguna porque no se conoce el oxígeno, James Cameron, Ed Harris y Mary Elizabeth Mastrantonio descubrieron en el filme The Abyss, 1989, que en lo más profundo de la fosa de las Marianas existe una radiante civilización de seres bellos y transparentes que ignoran las nociones del bien y del mal.
Pero arriba en la inquieta y ondulante superficie del mar, donde los pelícanos, gaviotas, albatros y cormoranes se disputan con los peces voladores el aire y la comida, hay ballenas y delfines que aparecen y desaparecen como la luna en el cielo o como el sol que muere todas las tardes y renace en cada amanecer por el este del mundo y es el primero en saludar a los japoneses en Japón.
Hay, desde luego, otras maneras de nombrar a los monstruos. ¡La furia del mar es una de ellas! El mar es una presencia benéfica, incorpora dinamismo a nuestro aliento de vida y es fuente nutricia. No en balde nuestra vida nació en el mar y a él regresará el morir, si creemos en Jorge Manrique y sus Coplas por la muerte del padre. Es símbolo de perennidad, aunque Federico García Lorca, al lamentar la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, se consoló asegurando que ¡también muere el mar! Pero el mar es ambivalente porque también produce muerte y desolación. Basta con que se estremezca alguna de sus vastas llanuras para que la sacudida de sus aguas genere una energía descomunal y produzca olas de quince metros que, convertidas en tsunami, arrasan regiones y ciudades y ocasionan ruina y espanto.
Muchas de estas maléficas presencias de los abismos marinos o del aire azul (los espíritus del viento; el pájaro roc, que sobrevuela el océano Índico y cuyas plumas alcanzan el tamaño de la hoja de una palmera) poseen el arte o el poder de transformarse, de modificar su aspecto o su temperamento y pasar a ser simples criaturas del mar o de los cielos. Nosotros, los humanos, siendo funcionarios, choferes de autobús o ásperos tenientes de cuartel, podemos convertirnos en dictadores ominosos o en generales sin dignidad. Podemos transformarnos; y de amorosos benefactores, pasar a ser sujetos perversos y caprichosos; de honestos administradores, a impávidos asaltantes del tesoro público. En este sentido, somos como el mar: ¡podemos ser o no ser! La Providencia nos asigna una función generadora de bienes y servicios y nos concede por igual la disposición de ejercer un despotismo desolador o de colocar nuestros nombres en la historia con vibrantes y heroicas letras de bronce.
El aire en el que mueven sus alas las gaviotas y cormoranes puede convertirse en torbellino, en la estrepitosa violencia del huracán o en la ferocidad de las olas del tsunami cada vez que el mar sacude sus hombros entristecido por la maldad posesionada en la Tierra.
Pero nuestro destino venezolano ha sido el de ser ola o tsunami; ser o no ser, pero desde siempre y ahora hay quienes prefieren no ser.