“Amó Manolo la cocina de vanguardia, planeaba con Ferran Adrià (el mítico cocinero de El Bulli) una nueva fisiología del gusto, casi dos siglos después de la de Brillat-Savarin, y sus cenizas fueron esparcidas por Cala Montjoi como cebo para las langostas de Cap de Creus”.
Pau Arenós.
“Hay que beber para recordar y comer para olvidar”.
Pepe Carvalho.
Mientras cruzábamos a pie la frontera de Portugal con España, a la altura de Mérida en Extremadura, las bombas del general traidor que fue Pinochet caían sobre el Palacio de la Moneda y moría allí, suicidado, el presidente Salvador Allende. De esa desgracia me vine a enterar esa misma noche, en casa de un exitoso empresario con quien mi mujer y yo habíamos simpatizado en el bar más célebre del pueblo. Y fue en consecuencia que dicho industrial nos había invitado a cenar, diciendo: siempre y cuando me ayuden a preparar y a lavar los platos, porque estaré sin servicio esta noche. Nosotros rondábamos los 20 años y asistir, en un armatoste de televisor a las noticias del golpe militar en Chile, nos sumió en un estupor. Nuestro anfitrión alcanzó a decir dos cosas que no olvidaré: “…No entiendo su reacción, ustedes son mexicanos, no chilenos”, y una frase lapidaria: “…Tienen razón en preocuparse. Yo soy franquista, y tengo que reconocer que nuestro levantamiento contra la República fue muy sangriento…”.
A los pocos días del tristísimo suceso, viajando por Andalucía, recibimos otro golpe. Pablo Neruda moría en circunstancias sospechosas en una cama de hospital en un Santiago de Chile asolado por los crímenes políticos y el despliegue de una cruel represión. Mi primera reacción fue escribir un poema en su homenaje. Y lo hice sobre un papel de estraza, material a la mano de alguna compra en un ultramarinos. Ese texto no existe más. En cuanto pude lo pasé en limpio, pero nunca se publicó. He de haber dudado de su calidad y no cumplí la promesa de enviárselo a un editor al que visité cuando llegué a Barcelona, en un periplo que hicimos durante más de seis meses por Europa, y que nos había llevado a atravesar la península ibérica en X y en un cuadrado.
El editor en cuestión murió hace dos años. Se trataba de un hombre clave en el heroico negocio de la edición de poesía. Él mismo un poeta, José Batlló, creador de una de las colecciones más célebres en lengua española, “El Bardo”, y codirector de una revista donde pretendí publicar mi homenaje a Neruda, razón por la cual me armé de valor y me atreví a visitarlo. Batlló quiso saber más de ese tampiqueño de origen Catalán que andaba por la España de 1973 con libros prohibidos en su mochila (corriendo riesgos llevaba conmigo algunos libros del propio Neruda, y también de León Felipe, Alberti, y de otros poetas que resultaban malditos para un régimen que había fusilado a Garcia Lorca y aprisionado, hasta la muerte, a Miguel Hernández).
Batlló me preguntó si había leído a escritores contemporáneos españoles y recordé que en la maravillosa librería “Cosmos”, de una célebre pareja de médicos valencianos, los Ridaura, refugiados españoles en Tampico, había conseguido el Manifiesto subnormal de Manolo Vázquez Montalbán. Acto seguido, lo verdaderamente subnormal surgió: en una sala contigua se fumaba un cigarro, precisamente, el autor de ese despliegue de ensayos escritos con ironía, y un humor muy serio. La coincidencia fue motivo de celebración y me presentaron al creador del detective Carvalho, quien se sorprendió de que ese libro suyo anduviera por un puerto petrolero del Golfo de México, país al cual, además, él se aprestaba a visitar por primera vez, en un arranque de interés intelectual. Manolo me dijo que había comprado un «paquete de una semana» con todo pagado a nuestro país, pero que se sentía cohibido por no tratar a nadie allí. Le di el teléfono de Rodolfo Rojas Zea, un destacado periodista amigo mío del Diorama de la Cultura de Excélsior (quien acabó haciéndole de Cicerón). Y luego, tras varias copas de amontillado en un bar cercano, prometimos que nos veríamos a su regreso. Eso nunca aconteció. Tuvieron que pasar casi 20 años para que se diera un reencuentro muy estimulante, en una Barcelona que vivía el Quinto Centenario y que albergaba los Juegos Olímpicos, y adonde llegué para trabajar durante algunos años.
Recuerdo bien que Carmen Balcells marcó el esperado reencuentro en su casa, y que comimos después varias veces en el “Amaya”, célebre restaurante de pescados al final de las Ramblas. Lo más atractivo de esas comidas bien regadas de Albarinhos era salir a caminar por los alrededores del barrio chino y que Manolo indicara los sitios donde deambulaba Carvalho, su personaje más entrañable. Tanto, que el otro genio del genero negro, el portentoso autor italiano Andrea Camilleri, bautizó a su famoso comisario de ficción como Salvo Montalbano, en abierto homenaje a Manolo, quien urdía tramas policíacas con una mezcla de relato sociológico y crítico de una sociedad que se afanaba por salir de la mediocridad y aguda restricción de libertades en que la había sumido el tardofranquismo. Los personajes de Vázquez Montalbán gozaban de una credibilidad muy alta y sus referencias reales al entorno novelístico siguen representando una guía de sentimental de una Barcelona que a duras penas despertaba al destino prometedor que significó la transición de la dictadura a la democracia.
Lo llamativo del famoso detective era también su ambiente, su atmósfera inmediata. La sabiduría de su bueno para todo, y excelente cocinero, llamado Biscuter, y Charo, la amante de toda la vida, que hacía profesión galante pero que guardaba una lealtad amorosa por Carvalho, a prueba de cualquier miseria del oficio. En cada novela de la serie proliferan recetas de platos emblemáticos de la cocina catalana, española, mediterránea y se dan agudas lecciones de sommelière; a grado tal fue la profusión de estos deliciosos distractores de los nudos literarios, que se llegaron a recoger en un volumen aparte todas las recetas de cocina que fueron apareciendo en la serie, con perlas cómo esta:
“—No me hagas hablar más. Tengo sed. Sed de agua. –La sed de agua es primitiva, la sed de vino es cultura y la sed de un buen cóctel es sin duda la más elevada”.
Claro que la brillante incursión en la novela negra española fue tan solo una parte de la obra magistral de este intelectual que escribía desafiando con maestría la inercia de las tareas periodísticas, y superaba la típica urgencia del “es para ayer”, despertando admiración y asombro, no solo por la rapidez con que redactaba y escribía a máquina, sino por la fama de la que gozaba, casi no sometía sus textos periodísticos a la mínima corrección.
Entre sus obras más significativas, de modo paralelo a la novela negra se encuentra Galíndez (Premio Nacional de Narrativa y Premio Europeo de Literatura) que trata del secuestro, tortura y asesinato en 1956 de Jesús de Galíndez, representante del gobierno vasco en el exilio ante el Departamento de Estado Norteamericano. Adicionalmente, el diario El Mundo incluyó esta novela histórica entre las 100 mejores en lengua española del siglo XX. Y la ficción que le valió el Premio Internacional de Literatura Ennio Flaianno, Autobiografía del general Franco, demuestra cómo un hombre que sufrió los rigores, cárcel incluida, por manifestar sus ideas, fue capaz de bucear en los intríngulis de un personaje siniestro, vengativo y traidor a su juramento de lealtad a la República, como el golpista de Franco (es fama conocida que este dictador firmaba sentencias de muerte tomando chocolate caliente, con la sagrada reliquia del brazo insepulto de Santa Teresa en la mesa).
Con Manolo Vázquez Montalbán viví dos momentos trascendentes; su cumpleaños 60, celebrado con toda la pompa del mundo editorial e intelectual de la época, en su bella casa de Vallvidrera, que asomaba a la Barcelona abarcada entre los ríos Besós y Llobregat –desde donde el mito romano cuenta que Hércules habría creado la ciudad Condal–; y una inusitada visita que le hicimos Carmen Balcells y yo a la sala de terapia intensiva del “Clínic”, cuando tuvieron que desobstruirle una arteria coronaria. Recuerdo con nitidez la sensación de estar dentro de una pecera: apenas intervenido quirúrgicamente, Manolo, se hallaba conectado a diversos aparatos y nos sonreía, saludando con una mano, detrás de varias vitrinas de aislamiento.
El susto enorme que a todos nos dio ese inveterado gastrónomo, el escritor que más sabía de tradiciones culinarias, fue una especie de primera llamada de su salida definitiva de escena. Pocos años después de la intervención, regresando a Barcelona de un viaje en solitario al Oriente, un infarto no le dejó levantarse nunca más de una banca del aeropuerto de la ciudad que lleva el nombre de una de sus novelas Los pájaros de Bangkok.