Dejemos de darle más y más vueltas al análisis que hacemos y se hace en general sobre el desastre del régimen que hoy preside Nicolás Maduro. El error en que hemos estado incurriendo en la oposición –que es el mismo en el que incurren los analistas externos– al tratar de explicar el colapso venezolano es el de ponerle mucho volumen, el de colocarle decibeles astronómicos a un fenómeno espantoso que estamos presenciando con horror desde los cuatro puntos cardinales del globo, que es el del éxodo masivo de los venezolanos. Este drama es colosal es monstruoso, es inhumano, es inédito históricamente y es de una dimensión superlativa, pero él es la consecuencia, no la causa, de nuestros males.
La verdadera causa de la estrepitosa destrucción del país venezolano es, por una parte, la manifiesta incapacidad del régimen que primero dirigió Hugo Chávez y que ahora dirige Nicolás Maduro para administrar la compleja realidad de un país, el aberrante propósito de querer transformar una nación pujante en un trasnochado engendro comunista de corte tropical replicando el equivocado modelo cubano, todo ello sazonado por la más espantosa rampante y vergonzosa corrupción de parte de quienes nos gobiernan, de su fuerza militar y de los adláteres de ambos grupos.
Para muestra un botón. Las manifestaciones de Elías Jaua, de Pablo Iglesias y de Rodríguez Zapatero de los pasados días lo que hacen es abonar a las afirmaciones que acabo de realizar, agravado ello con el hecho de que cada uno de estos personajes ha quebrado lanzas –y muchas, por cierto– a favor del narcorrégimen antes de rectificar y señalarlos con el dedo para inculparlos de nuestra realidad actual. Si les hubiéramos dado más cuerda a estos tres, me atrevo yo a decir que se habrían sumado al magistral, encendido y cuerdo discurso del secretario general de la OEA, Luis Almagro, esta misma semana pasada en la que hizo un recuento claro de cómo todo lo anterior sumado al más absoluto secuestro de las instituciones y los procesos democráticos nos ha llevado al punto donde estamos hoy.
Para nuestra fortuna, el 10 de enero está a la vuelta de la esquina, cuando tendrá lugar la deslegitimación formal de Nicolás Maduro como jefe de gobierno y del Estado venezolano. El hombre se presentará a este momento histórico con las manos vacías de elementos y de fuerza negociadora frente a los países de la comunidad internacional que desconocerán su condición de mandatario. No son pocos 50 países entre los que se encuentran potencias mundiales de gravitación planetaria que ya han anunciado su posición de rechazo, ni el conjunto de instituciones multilaterales que harán otro tanto.
Para darle cara al aislamiento del resto del mundo, el hoy presidente ha decidido traer a su lado a un jugador de peso, poniendo de relieve un género de alianza militar que se estaría fraguando con Vladimir Putin. Quizá piensen en los círculos maduristas que es la carta que les falta para tratar de ubicarse entre las grandes ligas, en el momento en que del gobierno lo que queda es el bagazo. Puede que el viejo deseo de Hugo Chávez de disponer de una base rusa en suelo patrio esté siendo desempolvado por Maduro y ello explique toda la publicidad que se ha armado en torno a los superaviones de los que nos estuvimos ocupando la semana pasada. No creo que el tema pase de pura fanfarronería, ayudada por el estilo temerario del líder ruso. Pero lo que sí es claro es que tal iniciativa no le redituará gran beneficio. Muy por el contrario, puede avivar el malestar continental sobre la peligrosa situación venezolana.
En todo caso. Lo que hemos querido subrayar con estas líneas es que lo que está de por medio en el colapso de Venezuela es bastante más que el deplorable e inhumano éxodo de compatriotas. La lupa debe estar puesta en el más abyecto, irresponsable, inepto y corrupto modo de gobernar de la camarilla de Miraflores.
Es eso y no otra cosa lo que ha provocado que 5 millones de los nuestros un día se hayan decidido a cargarse su morralito en la espalda para no regresar