“Hijos de algo” llamaron a quienes provenían de familias respetadas por su apellido intachable, aunque durante ciclos padecieran de pobreza total. La dificultosa vida de nuestro hidalgo fue una prueba de dura resistencia, pues en varias ocasiones sobrevivió por milagros de última hora, lo que sembró en su interior una marca indeleble: la certeza de que estaba predestinado para dejar testimonio de su país en sucia decadencia mientras sucumbía el extenso imperio dominante bajo Felipe II y su Inquisición, cuya riqueza se basaba en comerciar las drogas minerales y agropecuarias de aquel tiempo.
Víctima de continuas maldades, sufrió en su pellejo la oculta miseria moral de castillos y monasterios, palacios y callejuelas, hogares y prostíbulos, batallas de guerra naval que lo dejaron manco de la izquierda, lesión compensada con una derecha que hundió su pluma hasta el pozo más hondo y hediondo del mercantilismo corrupto dirigiendo todos los ámbitos de su propia tierra y la de potencias enemigas que lo convirtieron en esclavo de compra-venta, prisionero en mazmorras musulmanas, destinado a la horca, mendigo a plazos, preso del cristiano tribunal inquisidor que buscaba su limpieza de sangre para condenarlo a la hoguera por sospechoso de ascendencia judía conversa. Para ganar su pan de cada día aceptó finalmente el cargo de funcionario monárquico como recaudador de impuestos, el oficio más detestado en su patria. Reo sin pruebas de algún delito ni perdón de ese mecanismo perverso, fue precisamente en una celda donde parió a su otro yo, el soñador iluso, traicionado con violencia y alevosía por sus beneficiados. Sin rencor ni amargura, con alegría creadora, en medio de la oscuridad más tenebrosa dio a luz un personaje de loca lucidez que representa la redención sin ídolos ni dioses en terca convicción: la verdadera justicia tarda pero llega.
A mis dieciocho años, por obligación profesional y en muy lentos intervalos, leí sin comprender del todo ese vital mensaje. En 1995 la Unesco decretó al 23 de abril como el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor y con ese motivo bien vale disfrutar la tardía primera traducción del inglés a un castellano perfecto de una novela biográfica, única en su calidad y calidez, que permite conocer de cerca esa limpia mancha personal de Don Miguel, huella de sus humanos vicios y virtudes, para entrar de lleno, ahora sin dificultad, en su inmortal El ingenioso hidalgo de la Mancha, tal cual, así lo tituló su autor.
Se trata de Un hombre llamado Cervantes (Editorial Almuzara, 2015, España) escrita por un poeta, guionista de cine, dramaturgo, el humanista Bruno Frank (Alemania 1887-Estados Unido 1945), escapado a tiempo del nazismo. Obra maestra, narrativa en tercera persona de la llamada “autoficción” por cierto nada novedosa, un estilo literario tan antiguo como losTestamentos bíblicos, Las mil y una noches, el Popol Vuh y múltiples textos anónimos.
Queda entonces claro que la pulcra mancha libertaria del rebelde señor Miguel de Cervantes y Saavedra sigue vivita y coleando en cada ciudadano y político demócrata preso, torturado, acosado, vigilado, perseguido y exiliado por regímenes delictivos, hoy por el castrochavismo en Venezuela y Cuba, fichas centrales del narcoimperio regional. Solo que todavía no se sabe si este neosistema de poder dinástico, antes aristocrático ahora populista, va en ruta decadente o se radica con mayor fuerza y solo puede extirparse desde métodos, por desgracia, también bèlicos.
La ley del más fuerte con armas de aniquilación individual y masiva que son por igual drogas, balas, gases tóxicos, hambrunas planificadas y rechazo de ayudas humanitarias, significan la barbarie criminal del genocidio en diversos modos.
Pero en los sitios del planeta donde aún rige la civilización, cada persona tiene derecho de elegir su destino en libertad. Es la lección eterna del quijotesco señor Miguel, bendito sea su recuerdo.
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