Es posible que los secretos se cuenten entre los recursos más valiosos que pueden poseer los gobiernos: el caballo de Troya, el código Enigma, el Proyecto Manhattan y los ataques por sorpresa, como los de Pearl Harbor, la Guerra de los Seis Días y la Guerra de Yom Kippur, son solo unos pocos de los ejemplos mejor conocidos. No obstante, en algunos casos es difícil cuadrar el interés nacional con el deseo de los gobiernos de mantener ciertas cosas en secreto –e incluso puede que esto constituya una de las amenazas más peligrosas para ese interés–. La amenaza es aún más grave cuando el secretismo obedece a intereses poco nobles por parte de un gobierno extranjero empeñado en conseguir lo que quiere.
Un caso concreto es el financiamiento internacional para el desarrollo proveniente de China, país que se ha convertido en un nuevo e importante actor en este ámbito. En principio, los ahorros masivos, el knowhow acerca de infraestructura y la voluntad de otorgar préstamos que tiene China podrían ser muy positivos para los países en desarrollo. Por desgracia, como lo han sufrido en carne propia Pakistán, Sri Lanka, Sudáfrica, Ecuador y Venezuela, el financiamiento para el desarrollo por parte de China suele provocar en la economía una borrachera llena de corrupción, que va seguida de una desagradable resaca financiera (y a veces política).
A medida que los países enfrentan alzas en los costos de los proyectos y tratan de entender lo que ha sucedido, junto con ver cómo salir del embrollo, se encuentran con que, dentro de los propios contratos, los términos financieros de sus obligaciones están envueltos en secretismo. Todavía más, los contratos restringen la facultad de los prestatarios, como empresas de propiedad del Estado, de poner en conocimiento del gobierno –y menos aún del público– los términos de dichos contratos.
Esto es, a lo menos, lamentable, dado que controlar la acumulación de deuda es una de las cosas más importantes que un gobierno puede hacer para evitar crisis. Asimismo, es una de las más desafiantes. Muchos países han realizado grandes avances en el fortalecimiento de sus políticas fiscales adoptando instituciones presupuestarias y leyes de gestión financiera pública destinadas a mantener los déficits bajo control. Se podría pensar que basta con esto para contener la acumulación de la deuda. Después de todo, las normas básicas de la contabilidad indican que la deuda de mañana es necesariamente igual a la deuda de hoy más el déficit que se incurra entre hoy y mañana. Es decir, si se puede controlar el déficit, se puede controlar el crecimiento de la deuda.
Si solo fuera así de fácil. Como lo han demostrado Ugo Panizza, del Graduate Institute of International and Development Studies de Ginebra, y sus coautores, los países en desarrollo parecen quebrantar las identidades contables puesto que prácticamente no hay correlación entre los déficits y la evolución de la deuda. Esto obedece a que muchos gastos se convierten en obligaciones públicas sin pasar por el proceso presupuestario. ¿Cómo sucede esto?
Una manera importante de distinguir entre la deuda pública y la no pública es determinar si ella va a ser repagada con impuestos futuros o con la liquidez que genere a futuro el proyecto que se está financiando con el préstamo. Pero esta distinción a menudo es difusa a causa de las garantías, explícitas o implícitas, que obligan al gobierno a rescatar el proyecto ex post facto y repagar al acreedor de modo total o parcial.
Una práctica utilizada recientemente tanto por China como por Rusia es prestar contra exportaciones futuras, como en el caso del petróleo en Ecuador y en Venezuela. Estos acuerdos vienen en dos sabores: lo indignante y lo increíblemente escandaloso.
La versión indignante se basa en la idea de que esta deuda no es realmente una deuda sino solo una compra adelantada de petróleo. Esta pretensión es ridícula, dado que una deuda es toda obligación que uno contrae hoy y se compromete a repagar con el ingreso que recibirá en el futuro. Todavía más, no se trata de una deuda cualquiera; es una deuda garantizada por el futuro flujo de exportaciones, lo que la convierte en una deuda supersenior –más senior que la proveniente de entidades que gozan del “estatus de acreedor preferente”, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional–. No considerarla como una deuda es claramente indignante.
Y la cosa se pone aún peor. Los chinos han utilizado las exportaciones de petróleo para garantizar deudas relacionadas con proyectos que no tienen nada que ver con petróleo, como la represa Coca Codo Sinclair en Ecuador o el Fondo de Desarrollo Nacional (Fonden) de Venezuela, que no ha dicho absolutamente nada sobre el destino de préstamos chinos de más de 60.000 millones de dólares. En estos casos, el préstamo para el proyecto no se repaga con sus ingresos futuros, sino con los ingresos futuros del petróleo, con los cuales el país contaba para pagar todas sus obligaciones, financieras o de otra índole. Como consecuencia, las rentas producidas por el petróleo se emplean para costear proyectos que no mejoraron la producción petrolera ni tampoco pasaron por el proceso presupuestario, con lo cual se desbarata la estabilidad financiera tanto de la compañía petrolera como del gobierno.
En este contexto, la práctica que utiliza China de ocultarle los términos financieros a la sociedad que en última instancia es responsable de repagar el préstamo, y con frecuencia también al gobierno de dicha sociedad, es inaceptable. Incluso se mantienen en secreto hasta los términos de las renegociaciones del préstamo a fin de que otros prestatarios no utilicen como precedente las concesiones que en ellas haya hecho China.
No se me ocurre ningún argumento bueno para conciliar el secretismo en el contexto de las obligaciones financieras públicas, con el interés público. Es algo que las sociedades no deberían tolerar. El hecho de que los términos de estas gigantescas obligaciones no se hayan dado a conocer a la ciudadanía refleja lo débil que son la sociedad civil y la prensa en esos países.
Otros pueden aportar su ayuda. Las agencias de calificación crediticia deberían exigir acceso a los contratos de financiación. Si el país se lo niega, la opacidad de dichas prácticas tendría que quedar reflejada en sus calificaciones. El FMI y otros acreedores multilaterales deberían condicionar sus préstamos al cumplimiento de estándares de transparencia que impidan este tipo de secretismo. El Club de París, compuesto por los acreedores soberanos más importantes, debería hacer que la divulgación de los términos de los préstamos rusos o chinos pase a ser una condición para la reestructuración de sus deudas.
El secretismo tiene lugar dentro de un gobierno, pero no así en el financiamiento internacional del sector público. Es una práctica a la que se debe poner fin antes de que cause aún más daño del que ya ha causado.
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