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La maldición de Bolívar

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Venezuela atraviesa por uno de los momentos más dramáticos y definitorios de su historia. Después de dos siglos de haberse aventurado por la senda del independentismo republicano y de haber asumido la homérica tarea de acabar con el dominio peninsular a un costo en vidas y bienes materiales inconmensurables –tres siglos de implantación y desarrollo colonial sacrificados en los fuegos lustrales de la guerra, cientos de revoluciones, dictaduras y tiranías y la delirante ambición de sus caudillos–, de todo lo cual quien mayores lamentaciones manifestó previéndolas cuando ya era demasiado tarde para impedirlas hallándose al borde de la muerte sería su principal promotor y responsable, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco. Que pasaría a los anales de la historia con el nombre de Simón Bolívar. Nuestra némesis. Basta un repaso sucinto de su vida y su obra para constatar que en su prodigiosa existencia se condensa la trágica experiencia de Sísifo. Llegar a la cima para caer al abismo. Las cimas de sus glorias de Pichincha, Junín y Ayacucho y los abismos de su soledad y abandono en San Pedro Alejandrino.  Abismos que a pesar de los siglos transcurridos aún determinan nuestros destinos. Es la maldición de Bolívar.

Sorprende que pronto a cumplirse dos siglos de su muerte no se haya reparado en la naturaleza trágica de esa extraña elipse que marcara su vida: empujado  en plena juventud a la titánica tarea de vencer a un imperio, existencialmente motivado por una dolorosa y temprana viudez, según se lo confesara al grupo que lo acompañaba en Bucaramanga, desde donde seguía los vaivenes de la Convención de Ocaña, según cuenta Luis Peru de Lacroix, recorriendo todos los avatares de una vida entregada a la guerra y la lucha política, habiendo logrado tras poco más de una década de inenarrables sacrificios y esfuerzos sobrehumanos la proeza que se propusiera en solitario y arrastrado por su prometeica voluntad, sentó las bases de una cultura política belicosa, guerrera, antiliberal y populista que terminó pesando como una maldición sobre un continente consumido por su irracionalidad, su religiosidad, su devoción y su fanatismo. Digno ejemplar de la estirpe peninsular, conquistadora, cortesiana de la que provenía en propiedad, así procediera a mutilarla: culminación tras tres siglos de una historia abierta con la cruz de los 12 de la Fama y la espada de Don Hernán Cortés y sus quinientos mercenarios. De todo lo cual fue perfectamente consciente, lo que ahonda el talante trágico y automutilador de su extraordinaria y venturosa hazaña: “Pasó de esto” – cuenta en 16 de mayo de 1828 su primer edecán, el francés Peru de Lacroix en su Diario de Bucaracamanga, – “a hablar de gobierno teocrático, sosteniendo, con una especie de ironía, que es el que más convendría a los pueblos de la América del Sur, visto su atraso en la civilización, su corta ilustración, sus usos y costumbres. De allí saltó S.E. a Roma; discurrió sobre su antigua República, haciendo ver la inmensa diferencia de aquellos pueblos con los de América. Habló luego de César y de su muerte, sacando una comparación idéntica, dijo, entre los demagogos que lo asesinaron y los demagogos colombianos”. Estaba preparado, lo sabía, a ser asesinado como el César de América.

Después del desprecio, cuando su nombre no movilizaba ya ninguna pasión, sentimiento o rencor en la nación que independizara y llegando a ser la más notable víctima del mal del olvido tan propio del país independizado por su mano, su subordinado, aliado de la primera hora y luego enemigo mortal José Antonio Páez ordenó repatriar sus restos. Valían nada: en Venezuela, como siempre, lo que un muerto. Para que, treinta años después, Antonio Guzmán Blanco, “el Ilustre Americano”, hijo de quien le sirviera de mensajero en 1828, construyera en Caracas un Panteón Nacional e inhumara sus restos con toda la pompa y la majestad de que era capaz un país digno de la Costaguana de Joseph Conrad o del Macondo de García Márquez. Dando inicio a un delirante culto a su figura, convertida en religión de Estado, tótem fundacional y sucedáneo deletéreo de una verdadera ideología nacional. Sirviendo su nombre de mascarón de proa de peluquerías, funerarias, agencias de empleo, ferreterías, verdulerías, licorerías, panaderías, tugurios y calles y plazas a destajo. Culto que alcanzaría la cima del delirio, el despropósito y la automutilación en ese tercer encuentro de maldiciones propiciado por Hugo Chávez, al amparo de Fidel Castro, que terminó la faena de su falsa resurrección haciendo del fino y perfilado rostro del aristócrata, diletante y multimillonario caraqueño una suerte de picapedrero de barricadas y montoneras brotado de la criminal marginalidad venezolana. La maldición de Bolívar lo afectó, como un búmeran, a él mismo y en su pleno corazón, convirtiéndolo en el santo protector de narcotraficantes, terroristas islámicos y asaltantes del tesoro público enmascarados de marxista leninistas. Cumpliéndose al pie de la letra el aserto según la cual la historia se repite, pero como una farsa. Así esta haya costado la devastación de la nación potencialmente más rica de la región y una de las mejor dotadas del mundo en recursos naturales. Hoy, sucio espantajo de una crisis humanitaria.

He denominado “la maldición de Bolívar” al curso de extravío y bárbara regresión, de dictadura y militarismo, de caudillismo, belicismo y belicosidad políticas que impidió la emergencia y consolidación de un pensamiento y una práctica liberales en Venezuela, hasta el día de hoy. Proyectada para su desgracia a toda América Latina. Favoreciendo, en cambio, las distintas ideologías sucedáneas que hicieron del estatismo antes que del libre emprendimiento, del colectivismo tumultuario y mendicante antes que del individualismo creador, del socialismo antes que del capitalismo y de la vía rápida a la alteración pública como práctica política antes que de la cooperación y la solidaridad entre los individuos y las clases el motor de toda actividad social. En una palabra: del “bochinche” del que se quejara amargamente Francisco de Miranda, cuando comprendiera, primer sacrificado en el fuego lustral del antiliberalismo y del anticivilismo jacobino, la verdadera naturaleza de la sociedad a cuya emancipación dedicara toda su vida. En un país que luego de independizarse de la administración colonial y haber sacrificado más de la mitad de su población y el arrasamiento de tres siglos de cultura, viviría en menos de un siglo más de un centenar de revoluciones. Todas inútiles, todas vanas, todas improductivas, todas corruptoras, devastadoras e infructuosas. Hasta convertirse en el primer cartel de la droga del Tercer Mundo.

Nunca es inútil e insuficiente volver a citar al historiador venezolano Luis Level de Goda, quien en su Historia Constitucional de Venezuela, publicada en París en 1893 escribiese: “Las revoluciones no han producido en Venezuela sino el caudillaje más vulgar, gobiernos personales y de caciques, grandes desórdenes y desafueros, corrupción, y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos”. Como puede colegirse, nada de la devastación de esta crisis humanitaria constituye una novedad en la Venezuela bolivariana. Y tampoco Level de Goda desvelaba un misterio: “Las convulsiones intestinas han dado sacrificios” –escribió medio siglo antes Cecilio Acosta– “pero no mejoras; lágrimas, pero no cosechas. Han sido siempre un extravío para volver al mismo punto, con un desengaño de más, con un tesoro de menos”. La síntesis de ese siglo y medio de barbarie la expresó en 1950 una de nuestras más lúcidas conciencias, Mario Briceño Iragorry: “Nuestro país es la simple superposición cronológica de procesos tribales que no llegaron a obtener la densidad social requerida para el ascenso a nación. Pequeñas Venezuelas que explicarían nuestra tremenda crisis de pueblo. Sobre esa crisis se justifican todas las demás y se explica la mentalidad anárquica que a través de todos los gobiernos ha dado una característica de prueba y de novedad al progreso de la nación. Por ello a diario nos dolemos de ver cómo el país no ha podido realizar nada continuo. En los distintos órdenes del progreso no hemos hecho sino sustituir un fracaso por otro fracaso…”

Han sido todas ellas, como esta trágica revolución que hoy sufrimos, productos de la maldición de Bolívar. Pretexto, mascarada y pertinaz legitimación desde las máximas y deletéreas alturas para una incapacidad ontológica para superar nuestra naturaleza tribal y constituirnos en nación racional, liberal y autosuficiente. ¿Será la de Bolívar una maldición insuperable? ¿Estará Venezuela condenada a ser este amasijo tribal, salvaje y menesteroso, incapaz de elevarse hasta el rango de nación sin recaer periódica y sistemáticamente en el delirio bolivariano?

No tengo la respuesta. 

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