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La mala vida en Barcelona y un desenlace en Caracas

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Palacio de los condes del Valle de Orizaba (La casa de los azulejos)

El delicioso ejercicio de la crónica escrita tiene sus bemoles. Surgen los temas de un quebradero de cabeza o le llegan a uno como una ola de marea baja. Las hay que se imponen y dictan forma, ritmo y sentido a lo que nos proponemos compartir. Este es uno de esos casos y por demás, arbitrario. Parecería que se trata de un texto de varios temas sin muchos pies ni cabeza, pero lo considero más bien una especie de palimsesto, donde varias cáscaras pugnan por esconder un sentido oculto de la manera más idónea. El uso de las disquisiciones también resulta atractivo. Los discursos vitales vienen salpicados de paréntesis, acotaciones, interrupciones de su fluido lógico. Pero hay que parar aquí esta especie de declaración de intenciones que amenaza con volverse la crónica misma de hoy. 

En otros tiempos lejanos le han hecho elogios a mi capacidad de síntesis. Sin embargo, debo reconocer que mi atracción por el barroquismo en la literatura -de Góngora a Lezama Lima- y por la afirmación de lo churrigueresco sobre lo simplemente barroco en la arquitectura, me alejan de lo despojado y minimalista y me condenan a la práctica impenitente de lo prolijo. Así que entro en materia:

La especulación inmobiliaria, y el descanso de autoridades, ingenieros y arquitectos no han logrado destruir del todo algunas manzanas y rincones memorables de un antiquísimo emplazamiento histórico que ya fue bautizado como “la Ciudad de los Palacios”, por el barón Alexander von Humboldt; y denominada “la región más transparente del aire”, por el gran escritor y diplomático don Alfonso Reyes (por cierto, el uso parcial de esta célebre frase para titular una gran novela, causó un atrito de Carlos Fuentes con el autor de la Visión de Anáhuac”). Ambas frases, tan sugestivas, se revelan como dos enormes ironías frente al caos y a la contaminación en la que hemos sumido a la que fue la majestuosa y soberbia sede del poder de los aztecas, y la muy noble y leal capital del Virreinato de la Nueva España.  

Tampoco este comentario crítico es del todo justo. Nuestra querida y admirada Ciudad de México ha logrado resistir al paso del tiempo que todo lo diluye (a veces traduciéndolo en formidables ruinas como en Roma, Grecia o en nuestros prodigiosos sustratos arqueológicos); a devastadores terremotos y a sismos peores, aquellos provocados por quienes siendo responsables de su custodia no han logrado impedir el hacinamiento, y el criminal deterioro urbano y ambiental que sufrimos desde la colonia hasta nuestros días.

Expresado ya el lamento del párrafo anterior, me toca volver a centrarme para recomendar un paseo por el centro histórico de lo que fue la gran Tenochtitlán, con la cabeza en alto, no por orgullo solamente, si no para admirar la huella que ha ido dejando el pasado neoclásico; y entrado en esos gastos, no hay que dejar de tomarse el más famosos chocolate caliente de la ciudad, el de la “Casa de los Azulejos”: Palacio emblemático, cubierto de Talavera poblana, que ya fue sustrato de muchas nobles moradas y hasta el Club más célebre, donde el gran poeta Manuel Gutiérrez Nájera localiza uno de sus poemas clásicos: “… Desde las puertas de la sorpresa/ Hasta la esquina del Jockey Club,/ No hay española, yanqui o francesa,/ Ni mas bonita, ni más traviesa,/ Que la duquesa del Duque Job…». Huelga decir que este último era el seudónimo del iniciador del modernismo literario, a quien leí de modo exhaustivo durante mi juventud.

Todo lo anterior ha sido escrito para referir, en realidad, que hace unos días a la salida de consumir mi espeso chocolate cotidiano, me enfilé hacia la feria de libros de segunda mano que se monta en el callejón aledaño a la Casa de los Azulejos y al Banco de México.  Allí suelo encontrar joyas desengarzadas. Ediciones perdidas. Libros que alimentan la sorpresa y el júbilo con hallazgos prometedores. Así que estoy obligado a hablar de un libro que no he leído aún, pero del que me he empapado de referencias gracias al mataburros contemporáneo que se llama Google. El volumen en cuestión resultó ser un enigma por varias razones. La primera fue mi desconocimiento patente. No obstante, haber vivido algunos años en la ciudad Condal que da título al ejemplar: La Mala Vida en Barcelona” no había oído siquiera hablar de él.

Resulta que este sugerente título lo emplaza a uno a querer saber más de los propósitos de un escritor que encarnó a un personaje de características humanísticas sobresalientes. Su texto puede ser visto como un pretexto para el despliegue de responsabilidades sociales que llevaron al autor a un sitial filantrópico que trascendió las meras dimensiones intelectuales.

No daré más pistas. Me parece legítimo despertar la curiosidad del lector en un mundo de fácil acceso a la información en línea. Aunque quisiera reproducir un fragmento del epílogo, para abrir boca. Y a la vez contar que el peculiar volumen al que me refiero es objeto de codicia libresca y de subasta bibliográfica: 

“… El cuerpo colectivo tiene, como el cuerpo individual, sus enfermedades, que se reflejan en la vida y salen el paso del investigador. Entre todas estas enfermedades, se descubren dos causas: la anomalía y la miseria. Llenando estos dos mundos, existen infinitos seres para los cuales la naturaleza y la sociedad no han sido, como dice muy bien un inteligente escritor, madres cariñosas, sino crueles madrastras: muy a menudo el investigador imparcial, donde los demás sólo han visto siempre malvados, perversos, viciosos, él solo encuentra desgraciados, dignos de que sobre ellos caigan el bálsamo de la pedagogía.

Para llegar al conocimiento de estos, cuyas anomalías constituyen un fenómeno social y de cuya existencia no son culpables, sólo hay un camino: la lectura de los libros que contienen la experiencia de otros investigadores completada con la experiencia propia adquirida en la observación de los hechos. El que juzgue mis afirmaciones y conclusiones, que no lo haga sin haber previamente seguido este camino, el único que conduce a la adquisición de la verdad. Mi obra no es un libro de derecho penal, ni un tratado  de moral, es, sencillamente, una descripción de varios fenómenos morbosos sociales, tales como yo los he visto…”.

Faltan puntos sobre algunas íes para concluir este desparpajo de crónica. Después de la delicia del espeso chocolate de Sanborns caminé rumbo a la pasarela de libros usados, donde los precios se pueden regatear. Llegué hasta un puesto administrado por un hombre de mediana edad. Portaba, en plena sombra, unos lentes de sol superlativos que le ocultaban las facciones, y le daban un aire de nigromante, como tantos personajes de mis tiempos romanos. En una mesa larga tenía dispuestos una serie de libros encuadernados con pergamino, rústicamente barnizados. La técnica manual se percibía descuidada, pero cada ejemplar llevaba en la portada una figura de cuero apelmazada con formas diabólicas. Era una colección de libros antiguos con figuras monstruosas -pezuñas y cuernos-. Me causaron cierta repulsión, y solo atiné a hojear un ejemplar que acabé comprando porque el título me seducía. Intercambié algunas palabras con el oscuro librero. Me dijo que en las madrugadas se encargaba de elaborar él mismo esos objetos bibliográficos con relieves figurativos. 

De regreso en mi oficina investigué al autor y resultó ser un personaje muy singular por el despliegue de una conciencia solidaria en la integración ciudadana y la protección a la infancia desamparada. Su nombre, Max Bembo, ya extraño de por sí, es un seudónimo. 

El otro enigma de este peregrinar entre libros-objeto involuntarios surgió de modo más sorprendente aún; pesquisando entre diversos sitios de Internet apareció un Max Bembo latinoamericano. Este último, un poeta y narrador nacido en 1958 en Los Teques, antiguo territorio de indios caribes, en la bella Venezuela. Como ya leí algunos prometedores versos de ese autor incluido en una antología de poetas de la Aragua, estoy seguro de que la casualidad plagada de misterio lúdico será descifrada más pronto que tarde…  

Y sin gárgolas de reseca piel en la portada de libros que soportan jorobas luciferinas.

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