“El problema en Venezuela no es que el socialismo ha sido mal implementado” –dijo Trump en una afirmación digna del filósofo francés Jean François Revel– “sino que el socialismo ha sido fielmente implementado”. Me hizo recordar de inmediato una de sus frases más lapidarias contra la alcahuetería de los Clinton y Obama con respecto al castro-comunismo cubano: »Estados Unidos será como Venezuela si Hillary Clinton gana». Para la inmensa fortuna de ese país y del hemisferio, ganó Donald Trump. Es hora de que todos los gobiernos de América Latina abran los ojos, miren al monstruo de frente, dejen de lado su cobardía y reconozcan un hecho indiscutible que por fin parece haber ganado las conciencias de la Casa Blanca: la tragedia venezolana no llegará a su fin sin la intervención extranjera. Si no es la OEA y sus países miembros, será la de la primera potencia: Estados Unidos de América. Ellos serán los responsables
“Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de éstas”,
San Juan, Apocalipsis, 19.
Tres experiencias apocalípticas han vivido los venezolanos en la corta historia de la República: la guerra de la Independencia, de la que su iluminado y fervoroso inspirador, promotor y ejecutor, expresara un doloroso y profundo arrepentimiento en ese balance final próximo al fin de su vida, su visión de la América independiente, en un lacerante documento escrito entre abril y junio de 1829, en el que expresara un trágico mea culpa: “No hay buena fe en América, ni entre las naciones. Los tratados son papeles; las constituciones libros; las elecciones combates; la libertad anarquía; y la vida un tormento… Hemos perdido las garantías individuales, cuando por obtenerlas perfectas habíamos sacrificado nuestra sangre y lo más precioso de lo que poseíamos antes de la guerra; y si volvemos la vista a aquel tiempo, ¿quién negará que eran más respetados nuestros derechos? Nunca tan desgraciados como lo somos al presente. Gozábamos entonces de bienes positivos, de bienes sensible: entre tanto que en el día la ilusión se alimenta de quimeras; la esperanza, de lo futuro; atormentándose siempre el desengaño con realidades acerbas”. [1] No lo escribe José Domingo Díaz, su mortal enemigo, contemporáneo, vecino y coterráneo que nos legara la otra cara de la Independencia, la de los derrotados. Lo escribe Simón Bolívar. A confesión de parte, relevo de pruebas.
Si esa experiencia apocalíptica enfrentó a un sector de la vieja aristocracia mantuana con el poder militar de la Corona española y se tradujo en una guerra civil de tenebrosas consecuencias –la devastación material de tres siglos de civilización y cultura, cuando comenzaba a rendir sus mejores frutos, y la muerte de un tercio de sus habitantes– la guerra civil desatada entre liberales y conservadores de la nueva república entre 1859 y 1863 fue tanto o más devastadora. Pues no había motivaciones patrióticas ni fiebre independentista: ya era el apocalipsis del enfrentamiento por el poder entre venezolanos. Si algo quedaba por descalabrar de los horrores de la Independencia, la Guerra Larga se encargó de descalabrarlo. Con el saldo de ciudades devastadas, incendiadas, arrasadas. Sus habitantes desplazados y sacrificados en el ardor ritual de la guerra; su promotor, Ezequiel Zamora, muerto por una bala anónima; el territorio convertido en el cuero seco del que se quejaba el hijo de Antonio Leocadio Guzmán, su padre salvado a última hora del fusilamiento. Era lo que sucedía a treinta años de la muerte del Libertador, que ni había unido los partidos ni había creado una república estable y próspera, ni desarrollara una conciencia ciudadana. Como ya despuntaba en algunas de las naciones independizadas de la región. De allí a finales de siglo, mejorías cosméticas y el anclaje en dictaduras y tiranías sin nombre. De hecho, y hasta la mitad del siglo XX, Venezuela no levantaría cabeza. Y sus únicos bienes eran producto de su más longeva y feroz dictadura, a la que a pesar de los pesares hay que agradecerle la estabilidad social, el saneamiento fiscal y la creación del Estado moderno. Nos referimos a Juan Vicente Gómez (1908-1935).
Sin embargo, y a pesar del valioso esfuerzo generacional que pusiera en pie el primer período de estabilidad política, prosperidad económica y movilidad social de la República, faltaba lo peor: el último capítulo de la historia del apocalipsis venezolano. La automutilación de la República, la destrucción de la institucionalidad democrática, el despotismo caudillesco y militarista, el asalto y saqueo de la barbarie a los bienes de la República, la crisis humanitaria y la muerte para los mayoritarios sectores más desvalidos del país. Con el atroz resultado de devastación espiritual y material, la corrupción de las élites, la inmoralidad reinante, el desprecio a los valores civilizatorios: Venezuela, de haber llegado a ser el más próspero y liberal de los regímenes políticos latinoamericanos en tiempos en que la región fuera presa del delirio revolucionario al precio de las más feroces dictaduras militares de su historia, se convirtió con la complicidad, la tolerancia y el entusiasmo fervoroso de la mayoría de sus ciudadanos en el país más violento, más retrasado, más corrompido, más subdesarrollado y más inmoral del planeta. La cúpula de las fuerzas armadas se corrompió hasta montar el más poderoso cartel del narcotráfico en el mundo. Su principal industria es una cueva de ladrones al servicio del narcoterrorismo más peligroso del mundo. Dejadas a su arbitrio y suerte, las pandillas gansteriles que controlan el Estado, las instituciones, las Fuerzas Armadas, el petróleo, las principales riquezas del país podrían involucrar a la región y al hemisferio entero en el peor de todos los apocalipsis imaginables: una guerra nuclear provocada por uno de sus aliados, Corea del Norte. Empujada por el delirio del castro-comunismo cubano ante la incomprensible tolerancia de los principales poderes espirituales de Occidente. La insólita tolerancia y celestinaje de Jorge Alejandro Bergoglio, papa de la cristiandad, el silencio cómplice de los sectores liberales y socialdemócratas norteamericanos y europeos, y el compadrazgo de todos los gobiernos de la región.
Es la tragedia de la complaciente solidaridad automática de todos los gobiernos de la región con el de Raúl Castro y Nicolás Maduro y el congénito antiimperialismo estadounidense que permite la invasión armada de Cuba a Venezuela, la destrucción de su democracia y la instauración de una satrapía al servicio de La Habana, pero pone el grito en el cielo ante la sola idea de una intervención norteamericana. El mismo presidente que renunció a continuar la política de enfrentamiento con las guerrillas castro-comunistas de las FARC que tantos éxitos alcanzara bajo el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, las legaliza ahora con el patrocinio de la tiranía cubana, les abre los portones del poder siguiendo el modelo con el que Hugo Chávez y Nicolás Maduro se hicieran con el poder del país vecino y viviendo en carne propia la espantosa tragedia de Venezuela, perfectamente consciente de la brutal injerencia cubana y de las guerrillas colombianas en territorio venezolano, cree granjearse la admiración del mundo al hacerse portavoz de la pusilanimidad, la babosería y el entreguismo regional al castrismo precaviendo a Donald Trump de intervenir en el conflicto venezolano, pues encontraría el repudio y el rechazo de toda la región. No han dicho hasta el día de hoy una sola palabra sobre los cientos de miles de soldados y funcionarios cubanos que controlan el mando de las instituciones de seguridad en Venezuela. Pero una simple amenaza de Washington desata el terror y la angustia de las cancillerías.
Tenemos experiencia en apocalipsis los venezolanos. No los desatados por la furia de la naturaleza, como los han vivido los países e islas del Caribe, México y el sur de Estados Unidos en estos últimos tiempos de tormentas y huracanes. Pero llevamos un cuarto de siglo sometidos al peor y más devastador de los huracanes: los causados por el hombre en su desaforada ambición, su estulta automutilación, su autocomplacencia, su mezquindad e indigencia intelectual, política y moral.
Como es hora de decir nuestras verdades, confieso compartir de todo corazón el agradecimiento de Diego Arria por las palabras pronunciadas recientemente por Donald Trump ante el foro de las Naciones Unidas. Por primera vez en muchísimos años, un presidente de Estados Unidos se siente en la obligación de mirar cara a cara a América Latina mostrándose decidido a enfrentarse con la primera amenaza que atañe a la región desde el 1º de enero de 1959, que no son ni las tormentas ni los huracanes, ni siquiera los terremotos: es el castrismo. “El problema en Venezuela no es que el socialismo ha sido mal implementado” –dijo Trump en una afirmación digna del filósofo francés Jean François Revel– “sino que el socialismo ha sido fielmente implementado”. Me trajo a la memoria a Salvador Allende y la tragedia chilena y recordar una de sus frases más lapidarias contra la alcahuetería de los Clinton y Obama con respecto al castro-comunismo cubano: »Estados Unidos será como Venezuela si Hillary Clinton gana». Para la inmensa fortuna de ese país y del hemisferio, ganó Donald Trump. Es hora de que todos los gobiernos de América Latina abran los ojos, miren al monstruo de frente, dejen de lado su cobardía y reconozcan un hecho indiscutible que por fin parece haber ganado las conciencias de la Casa Blanca: la tragedia venezolana no llegará a su fin sin la intervención extranjera. Si no es la OEA y sus países miembros, será la de la primera potencia: Estados Unidos de América. Ellos serán los responsables.
[1] Una mirada sobre la América Española, en Simón Bolívar, Doctrina del Libertador, pág. 286. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1976.