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Todos los analistas políticos dentro y fuera de Venezuela coinciden que Hugo Chávez se convirtió en la revelación política para nuestro país después del golpe de estado del 4 de febrero de 1992. Esto ocurrió porque Venezuela siempre ha estado en una permanente búsqueda de rumbo desde su fundación en 1830. El experimento de la “República civil” nacido con la constitución de 1961, nos dio una estabilidad política por más de 40 años. Sin embargo transcurridos aproximadamente 20 desde la entrada en vigencia de esa Constitución, hacia la década de los ochenta se comenzó a generar en los venezolanos una ansiedad en la búsqueda de un cambio radical que nos diera una esperanza frente a lo que se pensaba era el inminente desmoronamiento del proyecto del llamado Pacto de Puntofijo. Este espejismo, que se fue cocinando a fuego lento, comenzó materializarse a finales de los años ochenta con las medidas económicas del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez. Sin duda, lo que más decepción ocasionó en la población en el momento, no fueron tanto las medidas económicas necesarias para aquella coyuntura, sino que ellas se aplicaron como consecuencia de errores que veníamos arrastrando producto del populismo en los cuales cayeron todos los gobiernos adecos y copeyanos. Ello, aunado con la percepción en los venezolanos de que la corrupción era una característica de los gobernantes de entonces, fueron creando un caldo de cultivo para que unos facinerosos dentro de las Fuerzas Armadas dieran una asonada militar en un país históricamente acostumbrado a esa forma de llegar al  poder.

Asimismo, muchos ciudadanos estaban buscando una válvula de escape para la situación de impotencia que sentían para salir de la pobreza: estudiaban, trabajaban con mucho esfuerzo y sin embargo percibían que no salían de ella. La gente quería algo nuevo. Y ese algo nuevo, aunque no supieran lo que era, lo representó Chávez. Caldera intentó impedir que el edificio se terminara de derrumbar, pero con un barril de petróleo en 7 dólares, no lo logró y más bien hizo milagros para culminar en forma ilesa su mandato.

Fue entonces cuando los venezolanos se lanzaron al vacío eligiendo a Chávez en 1999. Un militar de escasísima formación personal, pero con un carisma que le causaba hilaridad al más limón, fue la esperanza de los venezolanos para salir del atolladero en el que pensábamos que estábamos.

Pero después de 18 años está a la vista que el experimento socialista fue solo una esperanza, porque los hechos han demostrado que ha sido un total fracaso.

Repasando las cifras económicas y sociales de finales de los años noventa, quisiéramos hoy estar en la misma situación de esos años (éramos felices y no lo sabíamos).  Por razones de espacio me voy a limitar a comparar los niveles de mortalidad infantil.

En 1961 la tasa de mortalidad infantil fue de 18.137 y en 1999 de 10.108, lo que implica una reducción aproximada de 44,5%. Es decir, de 1.000 niños nacidos vivos en 1961, fallecieron 52 y en 1999 fallecieron 19.

Mientras que en la revolución socialista, entre el año 2000 y 2016, con todo y el boom petrolero, lamentablemente la mortalidad infantil ha aumentado, aun cuando la tendencia mundial ha sido la disminución.

Solo el año pasado, según cifras del Ministerio de la Salud, la mortalidad infantil estuvo en 11.466 niños, es decir, un aumento de 1.358 con respecto a 1999. Otra estadística señala que entre 2006 y 2016 el promedio de aumento de la mortalidad infantil en Venezuela rondaba entre 5%-8% por año. Y aquí vale considerar las proporciones sobre la población general y el crecimiento vegetativo que hemos tenido; cualquier valor de aumento en la mortalidad infantil, que sea mayor a 1,49%, es un retroceso neto. Esto significa que antes de 2016 venía produciéndose un escenario malo de 5%-8% de aumento por año, pero resulta que entre 2015 y 2016 el cambio fue de 29,5%. Este patrón tiene un factor de multiplicación de seis veces mayor a lo que venía aumentando.

Y si de economía hablamos, la hecatombe ha sido total. Todas las cifras son deprimentes. Ese es el resultado del salto al vacío que dieron los venezolanos al elegir a Chávez en 1998. Se apostó ciegamente a alguien que nos ofrecía una esperanza y resultó ser un fiasco para la nación. 

En el caso de los Estados Unidos, ese deseo de cambio radical en el status quo les ocurrió también a los norteamericanos en la última elección presidencial. Frente a la candidatura de Hillary Clinton, que representaba más de lo mismo, surgió como un cohete, un empresario egocentrista, que le ofrecía a sus electores el cambio que deseaban. Un país cansado de la inmigración ilegal y de las ataduras de los políticos a intereses creados, vieron en el multimillonario Trump una alternativa nacionalista que vendría a poner orden en un país golpeado por el terrorismo e invadido de suramericanos y asiáticos que han llegado y se han quedado en forma ilegal. Es muy temprano para hacer un diagnóstico de su gestión, pero basta con ver los índices de crecimiento en el empleo y del crecimiento económico en general para presagiar una gran gestión presidencial; eclipsada en los actuales momentos por la campaña de unos medios de comunicación que no le perdonan al magnate inmobiliario el haber llegado a la Presidencia confrontándolos sin complejos.

Es decir, lo que indujo al norteamericano común y corriente a votar por este outsider fue su lenguaje franco, directo, sincero y sin ambages. Su popularidad un poco menguada ahorita por la guerra mediática se recuperará en la medida en que los norteamericanos le vean el queso a la tostada de sus políticas. Hasta ahora las cosas van bien por allá arriba e irán mejor.

Ello contrasta a lo realizado por nuestro pueblo. Mientras la mayoría de los venezolanos votaron por Chávez y apostaron a este militar sin norte, de cuyo pasado no conocíamos nada, los norteamericanos votaron por Trump conociendo sus antecedentes como empresario exitoso y apostaron a él para salir de su crisis. Los resultados están a la vista: nosotros perdimos y los gringos están ganando.

Hoy por hoy, la historia se repite y nuevamente los venezolanos estamos sedientos de un cambio. Pero a diferencia de lo que le pasó al pueblo venezolano con Chávez, hoy los venezolanos no nos dejaremos embaucar por falsos mesías. En esta ocasión analizaremos los proyectos, los antecedentes y el mensaje.

Con que haya algún líder, dirigente o partido político que tome las banderas de la reivindicación del proyecto de la Constitución de 1961 es suficiente. Es decir, alguien que nos diga: “Let’s make Venezuela great again”. Pero que nos lo diga en castellano claro y conciso.

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