A comienzos de noviembre de 1957, el dictador Marcos Pérez Jiménez da un paso violatorio de la Constitución vigente entonces: le comunica al Congreso Nacional que, en vez de las elecciones previstas en la ley, convocará a un plebiscito, figura inexistente en las leyes de entonces. Para ello, Pérez Jiménez hace uso de un Consejo Supremo Electoral puesto a operar con funcionarios a su medida. Quien se proponga buscar dónde están los antecedentes de las cuatro señoras que gobiernan el CNE de hoy, vayan al período perezjimenista: se asombrarán de las semejanzas.
El derecho a unas elecciones libres, de modo unilateral, fue remplazado por un plebiscito fraudulento en el que se preguntaba a los venezolanos si estaban o no de acuerdo con la continuidad para el período 1958-1963, no solo de Pérez Jiménez, sino también del Congreso Nacional, las asambleas legislativas y los concejos municipales. Pérez Jiménez esperaba que, al garantizar que el procedimiento de reelección beneficiaría a muchos, se produciría un amplio ambiente de complicidad.
Y así llegó el día de la consulta, denunciada por la oposición, mayoritariamente en la clandestinidad, como fraudulenta e inconstitucional. Los factores democráticos entonces llamaron a no votar. El régimen anunció una victoria equivalente a 86,7%. La inmensa mayoría del país entendió entonces que Pérez Jiménez había cruzado todos los límites tolerables. Cinco semanas después, en la jornada que cristalizó el 23 de Enero de 1958, el dictador debió huir del país y la democracia se abrió paso en Venezuela.
Sesenta años más tarde, la situación es mucho más compleja. La dictadura de Maduro ha construido una emboscada electoral que sobrepasa con creces los peores procedimientos de los esbirros de Pérez Jiménez. En el caso de hoy, se trata nada menos que del conjunto del Estado venezolano, incluida la mayoría de los poderes públicos, que están involucrados en el megafraude de las elecciones presidenciales.
De hecho, disponiendo de un Consejo Nacional Electoral que actúa bajo las instrucciones directas del Ejecutivo, el régimen de Maduro ha usado la fraudulenta, ilegal e ilegítima asamblea nacional constituyente para convocar al proceso electoral, como un intento más de imponerla, para que ella sea reconocida por la fuerza (cosa que no ocurrirá: que nadie olvide que casi 8 millones de venezolanos expresamos nuestro repudio a su existencia).
El régimen usa los tribunales y la Contraloría para inhabilitar, encarcelar o exiliar a muchos de los principales dirigentes políticos de la oposición democrática. En alianza con el Tribunal Supremo de Justicia, invalidan los partidos políticos. Movilizando a los cuerpos de seguridad, persiguen a periodistas y a líderes de la sociedad civil. En las empresas del Estado, y en empresas contratistas, se ponen en funcionamiento una serie de amenazas para sembrar el miedo en los trabajadores: quien no vote por el candidato del régimen, además de perder el empleo, podría ser víctima de otros abusos. Los colectivos ejercen el terror en los barrios donde concentran sus operaciones: no permiten realizar actos ni campañas, ni que se opine en contra del régimen. Quien lo haga corre riesgos extremos, incluso el de perder la vida.
A todo lo anterior se suma la aberrante operación, el doble procedimiento que es la pura perversión, del carnet de la patria y los CLAP, que convierten el hambre y el empobrecimiento sistemático de las familias en un mecanismo de chantaje político y electoral. Se trata, no me cabe duda alguna, de una nueva variante de los delitos de lesa humanidad, el objetivo de esclavizar políticamente a la sociedad, que muy pronto ingresará en la lista de los delitos que serán juzgados en tribunales como la Corte Penal Internacional.
Maduro, como Pérez Jiménez en su momento, movilizará todos los recursos a su disposición, a pesar del rechazo mayoritario del país. Hará su verbena electoral y se declarará ganador. Ejecutará la emboscada tal como ha sido diseñada por los cubanos que, incluso, ya controlan el Plan República. Anunciará un triunfo aplastante. Pero ello será el detonante, el punto de hartazgo de la sociedad venezolana. Y, como Pérez Jiménez en su momento, le tocará dejar el poder, dar paso a una nueva etapa venezolana.
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