Nicolás Maduro se postulará otra vez a la Presidencia de Venezuela en 2018. Ha dicho que confía en el voto del pueblo. No es cierto. Confía en los técnicos en computación, maestros en la prestidigitación digital, y en ese inefable personaje, como de cómic, Tibisay Lucena, famosa por multiplicar los votos, y en su obsecuente combo de cómplices electorales, capaces de hacer elegir presidente a un moribundo, a un chofer de autobuses, o a una caja de zapatos, si se los exige el guion chavista.
Maduro, que lee las encuestas, sabe que en el último Datanálisis obtuvo 17% de apoyo, con tendencia a la baja, mientras 80% de los venezolanos lo rechaza de manera creciente, y la cifra aumenta en la medida en que empeora el abastecimiento y aumenta la inflación. Tal vez a estas alturas de la miseria ya él ha bajado de 15% y su régimen debe tener el apoyo de un porcentaje más o menos similar a eso, como demuestra la regañina televisiva de alguien como José Vicente Rangel.
Es perfectamente natural que así sea. Los venezolanos pasan mucho trabajo. No ignoran que en el futuro escaseará todo, menos las infinitas incomodidades impuestas por el chavismo. Saben que en los últimos meses las importaciones se han reducido a la mitad, dato terrible en una sociedad que trae del exterior casi todo lo que necesita para vivir, puesto que han cerrado 8.000 empresas por la imposibilidad de obtener insumos. Mañana, intuyen, será mucho peor que hoy.
Maduro, no obstante, inasequible al desaliento, confía “en la democracia y la libertad como valor supremo de nuestra patria”. Cuando Nicolás se refiere a “su” patria habla de Venezuela, donde transcurrió su adolescencia, y no de Colombia, donde nació, o de Cuba, donde tiene su pequeño corazoncito. Nada de eso.
En rigor, Maduro y sus secuaces desconfían de la oposición porque saben que pueden acabar en la cárcel por una cadena de delitos que van desde el peculado –en ese país se han robado 300.000 millones de dólares– hasta el tráfico de cocaína, pasando por el lavado de dinero, la violación de los derechos humanos y hasta la tortura y el asesinato de opositores.
El problema es que la oposición no tiene fuerza para despojarlos del poder ni ellos para sostenerse mucho más tiempo en él. Los opositores son considerablemente más que los chavistas, pero Raúl Castro le ha explicado a su discípulo Maduro que en ese tipo de regímenes la autoridad no se mantiene mediante el consentimiento de los gobernados, sino por las actividades de la contrainteligencia y el resto de los mecanismos de avasallamiento.
Basta tener el control del discurso, del aparato de propaganda, el respaldo del cucarachero comunista internacional, desde Podemos en España hasta las FARC colombianas, más ese 0,5% de la población (150.000 personas en Venezuela), incardinadas en la policía secreta, omnipotente y omnipresente, que está en todas partes y en ninguna, como un Dios implacable y malo, aviesamente dedicado a inmovilizar a toda la población por la entrepierna.
Pero, tras el agravamiento de la crisis económica, los saqueos y la inconformidad con la presencia insolente de “los cubanos”, Maduro conoce la secuencia de los hechos que ocurrirán el día que algunos hombres armados, militares o civiles, se le enfrenten al régimen: tomarán un cuartel con el beneplácito de los soldados (o acaso serán ellos mismos), repartirán las armas al pueblo, y la estructura de poder se fracturará vertical y horizontalmente.
¿Qué pueden hacer el chavismo lúcido y la oposición sensata para evitar el desplome del país en el caos y la descomposición? Hay una docena de caminos. Pueden sentarse a pactar seriamente una transición real a cambio, acaso, de una moratoria judicial como la sucedida en Chile tras la salida de Pinochet, o en Nicaragua cuando Violeta Chamorro fue elegida y comenzó el desguace del primer sandinismo.
Para esos fines son utilísimos los mecanismos electorales. Así, ordenadamente, sin sangre ni violencia, se acabó el comunismo en Centroamérica y en Europa, o el nacional-catolicismo en España, una forma de fascismo light, pero la clave está en respetar la voluntad popular y –por ahora– no hay el menor síntoma de que Maduro admita esa posibilidad. Está empecinado.
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