Muy poca gente en Brasil piensa que Lula es inocente. Menos gente aún cree que el Poder Judicial forma parte de un siniestro grupo de golpistas. Esa es solo la coartada para protestar por la “injusta” o “selectiva” persecución al caudillo metalúrgico. No obstante, todavía es menor el grupo de brasileños dispuesto a descartar a Lula por haberse beneficiado ilegalmente del poder. Esos son muy pocos.
Lula sigue siendo el político más popular del país. A la mayor parte de los brasileños, sencillamente, no les importa que Lula haya recibido un apartamento en usufructo de la empresa OAS por propiciar los negocios entre esta compañía y Petrobras. Eso es peccata minuta. ¿Por qué Lula no podía vivir como todo un señor?, se preguntan sus partidarios sotto voce.
Eso es gravísimo. Es no entender que un Estado de Derecho real depende de que el poder se coloque bajo la autoridad de la ley. Es no darse cuenta de que las sociedades en las que no existe una sanción moral contra quienes violan las normas están condenadas al fracaso y el atraso.
Recuerdo la historia de la líder socialdemócrata sueca Mónica Sahlin. Ocurrió a mediados de los noventa. Entonces era una mujer agradable y bien formada. Todos esperaban que fuera jefa de gobierno. Su fulgurante carrera política se dislocó cuando se supo que había utilizado la tarjeta de crédito oficial para adquirir unas pastillas de chocolate Toblerone y un vestido de cincuenta dólares. Tuvo que pedir perdón, pagó una multa abultada y estuvo varios años fuera de las actividades políticas. Regresó a la arena pública, pero nunca pudo llegar a premier por ese episodio.
Por la misma y corrompida regla de tres que exculpa a Lula, a las enormes huestes justicialistas les trae sin cuidado que Perón, el matrimonio Kirchner o Carlos Menem hayan robado sin el menor pudor en Argentina. Algo que sucede en todos los países de América, con la excepción parcial de Chile, Uruguay y Costa Rica, donde apenas hay tolerancia con el peculado.
En Cuba, la Asamblea Nacional del Poder Popular (el Parlamento, conocido como los “Niños Cantores de La Habana” por su perfecto afinamiento coral durante medio siglo sin una nota discordante), le regaló a Fidel Castro un yate de lujo para que practicara la pesca submarina, junto al medio centenar de residencias oficiales que acumuló a lo largo de su prolongada vida, incluido un coto de caza como los que poseían los reyes medievales.
Lo que muchas personas esperaban de Lula no es que fuera honrado, sino que “hiciera cosas”, que disminuyera la pobreza, que repartiera bienes y asignara servicios a los desamparados. Como le tocó el periodo expansivo y vorazmente importador de la economía china, y como no rechazó las líneas maestras sociales trazadas por su predecesor Fernando Henrique Cardoso, pudo sacar de la miseria a 30 millones de sus compatriotas.
El ensayista argentino Juan Bautista Alberdi le atribuía a la tradición romana la propensión al peculado que mostraban los latinos. En Roma, suponía Alberdi, nunca se supo con precisión lo que era o no del César. Los cónsules y los emperadores mezclaban en sus augustas personas los bienes propios y los de la nación. (Por eso Alberdi proponía poblar a la Argentina con anglosajones y rechazaba a los hispano-latinos).
Es muy posible, no obstante, que la labor del Poder Judicial esté cambiando las formas tradicionales de comportarse. Todo comenzó en Italia en 1992, cuando el fiscal Antonio di Pietro dio comienzo a Tangentópoli, una operación destinada a adecentar la vida pública del país que terminó por liquidar a la clase política.
En Brasil, Sergio Moro ha hecho más o menos lo mismo con Lava Jato, colocando contra las cuerdas a Lula da Silva y a Dilma Rousseff, pero sin descuidar a Michel Temer, el actual presidente. Es importante que tenga éxito. Sin honradez, a largo plazo se hunde el Estado.