Estamos en una rara hora de nuestra noche histórica. Yo solo me atrevería a señalar dos características que veo que se reiteran a mi alrededor. Quizás tengan un fondo común, a lo mejor.
La primera es muy curiosa y hasta se podría llamar con el milenario nombre de docta ignorancia, clara consciencia del desconocimiento de la verdad de algún tópico. En este caso la política nacional y, seguramente, la planetaria también. Hasta los más habitualmente informados o los más resabiados eluden ahora elegantemente preguntas más o menos significativas, en especial predictivas, sobre nuestra atroz circunstancia, como obligan los buenos modales epistémicos cuando algo aún no se devela. Y es verdad, no sabemos los venezolanos que ayer creíamos saber y hasta disertar en abundancia.
Ahora somos conejos enceguecidos por una rara luz que nos enmudece, que nos impide saber dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos. Es terrible, inmovilizador. A fuer de equivocarnos y para no continuar haciéndolo, hemos adoptado lo que Descartes llamaba la circunspección, virtud metódica: no pronunciarse sobre algo hasta no poseer todos los elementos demostrativos. Claro que podemos decir generalidades sonoras, ideológicas, difíciles de ser rebatidas, como que hay que unirse y despertar el espíritu combativo del pueblo, apoyados en la magnificente benevolencia de la comunidad internacional. O necedades como que el Papa es comunista o que el reloj de Dios es un flamante Rolex infalible. O perogrulladas como que no hay mal que dure más de 99 años. Etc.
Pues, a falta de mejores y más prácticas, y tratando de superarla con urgencia, porque la política es acción y su tiempo suele no esperar las luces, no me parece mal del todo esta actitud. Camus decía que él solo se inscribiría en un partido que fuese capaz de dudar de sus propias propuestas; él, que dudó tanto, hasta de si había que suicidarse. Por lo menos podría ser un buen comienzo para acabar con algunos cuantos mitos y prejuicios y ponernos a pensar en conjunto con alguna rigurosidad y efectividad. Siempre es bueno, después de dar vueltas en círculo, no desesperar y tratar de encontrar el inicio del camino real que nos saque del bosque. Pero hay al menos un requisito que sí es verdad verdadera: que es necesario que hablemos, conversemos, divulguemos, los temas, al menos eso. Y eso no está pasando.
Alguien puso un post en Facebook diciendo que había vuelto al país dos años después y había encontrado multiplicado el horror que había dejado. Así debe ser. Luego mostró su asombro por la serenidad, aplomo y hasta humor que tenían muchos venezolanos ante semejante festín satánico. Dilemático. Por supuesto que el dolor no ha hecho sino intensificarse en aquellos que sufren el castigo del destino en sus carnes o en su alma, mayoritariamente los pobres. También hay lágrimas legítimas y desesperanza en tantísimos. Pero Freud ha mostrado, por ejemplo en la dinámica del duelo o de la guerra, cómo se atenúa el sufrimiento. Aun cuando tratamos con el límite indecible, la muerte. Y en eso andamos.
Enterándonos de que hay una hiperinflación de la tragedia, que lo que ayer parecía el límite no era sino un nueva puerta hacia más oscuridad. Diría yo que los venezolanos que hemos ordeñado dos siglos un mito, los hijos de Bolívar, y nos hemos arropado en el siglo XX con la cálida cobija petrolera, estamos descubriendo que también pertenecemos a una especie que se destruye y destruye, de nuevo Freud, con vocación de muerte que le es esencial, parte constitutiva suya, imborrable. Así los patrioteros, la televisión, el consumo y la psicología positiva digan lo contrario. Que hasta sirios podemos ser, también daneses claro. Eso hemos venido aprendiendo en estos interminables años, dominados por una manada de asesinos sin escrúpulos. De cuánto somos capaces de agredir y padecer por pertenecer a la especie que nos tocó en el mapa de Darwin.
A lo mejor ambas cosas se ligan, dijimos. Porque estamos aprendiendo una terrible lección de metafísica, la peor realidad del Homo sapiens. Con temor y temblor. Y silencio. Pero habría que salir de ese lugar sin destino, pronto.