Varios colegas comentamos las encuestas levantadas estos últimos días sobre las expectativas de la sociedad mexicana ante la presidencia de López Obrador. Todos, sin mayor comunicación entre nosotros, subrayamos a la vez las dimensiones de dichas expectativas, así como una extraña característica de las mismas. Entre mayor el nivel de escolaridad o educación, mayores las expectativas. Sin volver a las cifras, quisiera reflexionar con los lectores sobre esta paradoja.
Los mexicanos con estudios superiores –terminados o parcialmente realizados– deben sumar entre 15 millones y 20 millones. Pueden tener desde 80 años de edad, es decir, quienes acabaron o salieron de la universidad hace 55 años, hasta 25 años hoy. Se trata de una élite privilegiada, por supuesto, pero nada despreciable en su extensión. Aproximadamente 60% votó por Andrés Manuel López Obrador –7 puntos más que el promedio nacional– y en proporciones muy superiores esperan que se produzcan muchos de los cambios que él prometió durante la campaña. Dijimos que más allá de opiniones, estos mexicanos con educación superior simplemente se equivocaban, ya que no existe relación alguna entre los medios propuestos por AMLO y los fines esbozados durante la campaña. Aunque algunos lectores o seguidores comentaron que lo importante no era la factibilidad o la eficacia de las medidas, sino el ejemplo ético o la intención, el hecho es que la falta de causalidad sigue vigente.
La pregunta que me hice después, con algunos colegas, se refiere al tipo de educación superior que el país les dio a los mexicanos desde hace esos 55 años (habrá algunos universitarios de más de 80 años, pero de acuerdo con la esperanza de vida de los años sesenta, son pocos). Más allá de la calidad –muy dispareja, según la universidad, la carrera y la persona– de dicha educación superior, es obvio que a partir de la mitad de la década de los años sesenta tuvo un sesgo antigobierno muy pronunciado. No en balde: las múltiples represiones antiestudiantiles de esos años y del decenio siguiente; el hecho de que las universidades públicas se volvieron centros de refugio de la izquierda, reprimida brutalmente en otros ámbitos de la vida pública; las consecuencias virtuosas y enviciadas de la autonomía; las inclinaciones, más adelante, de los profesores formados en esos años, y que dictaron clases a alumnos en los ochenta y noventa; la memoria colectiva del 68 y antes: todo ello sin duda contribuyó a una ideologización del universitario egresado desde mediados de los sesenta hasta hace muy poco.
Al mismo tiempo, y por razones semejantes, puede haber existido el equivalente de lo que Althussser llamó la ideología espontánea de los científicos, entre los egresados de carreras no estrictamente de ciencias sociales. No debe sorprender a nadie que un graduado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM –donde di clases desde 1979 hasta 2005– hoy no solo vote por AMLO, sino que desee y espere que cumpla sus promesas. Más sorprendente resulta que un médico egresado de la magnífica Facultad de Medicina de CU, o un ingeniero, o un abogado, o un veterinario o un contador, piensen lo mismo. Las encuestas nos dicen que sí. Entonces, tal vez ellos no tanto por haber leído o estudiado temas políticos durante sus años universitarios, sino porque ese era el ambiente que reinaba en las universidades públicas del país en ese momento, absorbieron esa ideología, sin saber muy bien que lo hacían.
Conviene recordar que hoy en México la universidad pública incluye a menos de las dos terceras partes de la matrícula de educación superior, pero que hace treinta, cuarenta o cincuenta años no era el caso. En fin, vale la pena seguir pensando al respecto, a sabiendas de que se trata, por lo menos en mi opinión, de algo enigmático que no se presta a explicaciones fáciles.