Al entrar pido un café con leche después de dar los buenos días. Hay buen ambiente en la cafetería. El camarero silba una melodía repetitiva a la vez que atiende las mesas. Tres mujeres hablan en voz alta, un hombre lee algo en la pantalla de su teléfono. Echo un vistazo alrededor del establecimiento buscando el periódico del día y tropiezo con un muchacho que devora sin piedad un croissant junto a un tazón de leche. Solo y doblado sobre sí mismo espera a un lector cualquiera el diario impreso. Me apresuro a cogerlo y leo los titulares de la portada. Me llama la atención el entrecomillado de uno de ellos: «La educación apaga la creatividad de los alumnos». A partir del primer párrafo empiezo a disentir. Quien expone esa teoría, adoctrina; o al menos pretende hacerlo. La parte negativa de la argumentación del autor es su incapacidad de contemplar otra perspectiva distinta a la suya. El profesor no admite la instrucción como fundamento de la escuela. Como si fuese un revolucionario de la educación o un iluminado, cree ver en la educación el elemento desencadenante de la falta de creatividad de los alumnos. No me gusta nada lo que leo. Con todo, sigo leyendo el artículo hasta el final.
A mi parecer, no es posible ser creativo sin haberse formado, sin haber recibido instrucción. Indudablemente, hay métodos educativos que no ayudan ni promueven la libertad ni la originalidad de un alumno. Sin embargo, eso no significa que la educación anule la creatividad.
Paso algunas páginas hasta llegar a la sección de «Cartas al director». Un lector denigra a un personaje público de nuestro país por sus declaraciones sobre una cuestión política de actualidad. Detrás de esa crítica podría ocultarse una aversión personal y visceral a la tauromaquia. Injustamente, el autor de la carta descalifica a la celebridad (se trata de un torero español) y no el pensamiento. Quien firma la carta al director adjunta la etiqueta «antitaurino». En otras palabras, o piensa usted como yo, o su pensamiento no es válido. Somos analógicos o somos digitales, fumadores o no fumadores, taurinos o antitaurinos. Estamos a favor del periódico impreso o somos antipapel. Y así con casi todo.
Si nos comportamos igual que el muchacho del croissant (aquel chico de la cafetería que tragaba lo que comía sin digerirlo), seguiremos la última doctrina o la más moderna sin dejar espacio para la duda, la reflexión y la calma. Habremos conseguido ser víctimas del pensamiento único, los rehenes del uno.