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Los puntos sobre las íes

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Es verdad que lo que en la ciencia jurídica se conoce como los fundamentos del Estado republicano inspira y, de hecho, está marcadamente presente en la vigente Constitución de la República venezolana, e incluso, en algunos casos, muy por encima de los estándares de las aspiraciones o expectativas que la sociedad occidental, en general, ha llegado a configurar respecto de sí misma, dado su inusual carácter de detalle y especificidad.

Inusual, se ha dicho, si esta se pone en relación con otros textos constitucionales. Considérese que mientras, por ejemplo, la Constitución de los Estados Unidos de América –We the people– cuenta con tan solo 7 artículos originales y 27 enmiendas, la “bolivariana” contempla un preámbulo de 350 artículos, divididos en 9 títulos y 33 capítulos, además de las disposiciones derogatorias, transitorias y finales. Fue Carlos Puebla, el cantautor cubano, quien recogiendo un viejo refrán popular escribió esta frase: “Mientras menos bulto más calidad”.

Decía Hegel que el gran error del concepto constitucional de Fichte consistía en pretender derivar o deducir de la idea general de Estado las más detalladas medidas administrativas, como aquellas de las dimensiones que debía tener el documento de identidad o el número de páginas del pasaporte de los ciudadanos. Hay, sin embargo, quienes pretenden introducir resoluciones constitucionales relativas a la cantidad de bolsas CLAP que deben ser repartidas entre los habitantes de una barriada. Sin duda, hasta el buen Fichte, por un momento, podría quedar sin aliento.

En todo caso, las disposiciones que están presentes en la Constitución venezolana vigente, hasta el eclipse de hoy, se inspiran en el modelo de Estado moderno, occidental, republicano, democrático. Por eso mismo, el modelo de Estado que se registra en dicha Constitución tiene el propósito de defender al individuo de los abusos del poder. Por definición, su fin consiste en la seguridad de cada individuo, interpretada como la “certeza de la libertad en el ámbito de la ley”. Se trata de la llamada “libertad negativa”, es decir, del ámbito de acción en virtud del cual el individuo queda legalmente protegido contra la posibilidad de ser obligado, por quienes detentan el poder, a hacer lo que no quiere hacer. Las libertades individuales están, pues, garantizadas en dicho texto.

De hecho, y a pesar de que cierto ámbito psicológico ha insistido en hacer ver, durante años, la negatividad como el mal, en lo que respecta a la teoría del derecho y del Estado -como también en la filosofía- lo negativo no es “tan maligno como el diablo”, porque, al igual que la libertad, la sustancia es esencialmente negativa, portadora de movimiento y libre voluntad, por lo que “decir que se sabe algo falsamente –como dice Hegel– equivale a decir que el saber está en desigualdad con la sustancia”, tal como lo puede estar una determinada Constitución que no se compadece con la realidad de verdad, porque se asume en la simplicidad de su abstracción formal, como un mero “deber ser”.

De nuevo, Kant: “Puede ser justo en la teoría, pero no sirve de nada en la práctica”. Es el problema de la escisión entre ser, pensar y decir, el desgarramiento entre el craso deseo y lo que se es efectivamente. Es, en último análisis, el autoextrañamiento, la confirmación del imperio del populismo llevado hasta sus extremos gansteriles. La intervención del Estado -comprendido como sociedad política-, más allá de las funciones que se le han encomendado, degenera en la sociedad de los comportamientos uniformes, militaristas, sin diferencias, sin diversidad, sin discrepancias. Pero los individuos, que han conquistado la condición de ciudadanos, no son autómatas.

Una de las ficciones del militarismo tout court consiste en autoconcebirse como el legítimo dueño del Estado, no como su eventual o circunstancial administrador. Él es “indispensable”, es “el elegido”, “el pueblo” en sí mismo, el “soberano”. Y como él se concibe como “el pueblo soberano”, y como “la voz de Dios” es “la voz del pueblo”, su voz, y todo lo que él es y representa, resulta ser nada menos que Dios. Sin su presencia al frente de la sociedad política del Estado, sin su férreo control sobre la sociedad civil, todo sucumbiría. Las formas son una cosa. Pero el contenido es lo que cuenta: aplastar y someter a todo el que no acepte la autoridad suprema del “pueblo” –L’état c’est moi, parce que je suis le peuble lui-même–, es la función suprema del caudillo soberano, su destino, el “plan maestro” que “el fatum” le ha confiado y ha puesto en sus “piadosas” manos opresoras. Él es el pueblo, pero es también la fuerza armada y el lumpen: uno y trino. Cuestiones de causa mayor, asuntos cercanos, más que a lo humano, a “lo divino”. Formas de Estado mínimo. Contenidos de Estado máximo. Una vez más, hay aquí un cortocircuito.

Es hora de poner fin a la esquizofrenia: la hora de colocar los puntos sobre las íes. El absolutismo es propio del despotismo oriental que, en nombre de los “trabajadores de todos los países del mundo”, supieron conservar muy bien los bolcheviques y los maoístas. Las llamadas “Repúblicas Populares” o “Repúblicas Democráticas” no son ni populares ni democráticas, porque en ellas solo uno –el único, junto con sus más cercanos secuaces serviles– es libre. El resto carece de todo derecho. Estados estacionarios, inmóviles, improductivos, para los que el progreso es cosa del “demonio” occidental. En la Filosofía del derecho, Hegel insiste en el hecho de que, en Occidente, el jefe del Estado es, en realidad, un funcionario, “la cima de la decisión formal”. Por eso mismo, su función consiste en decir “sí” a las decisiones que han sido sometidas previamente al acuerdo consensuado de la sociedad en su conjunto: “solo hace falta un nombre que diga ‘sí’ y ponga el punto sobre la i, pues la cima debe ser de modo tal que la particularidad del carácter no sea lo importante”. La superación de la crisis orgánica que padece el país pasa por la recuperación de la condición republicana que está presente en el texto constitucional, más allá de las meras formas, hasta el punto de hacerla devenir realidad concreta.

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