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Ocurrió en Mérida durante la edición del festival de cine que organiza Karina Gómez con el apoyo de Fundearc mientras participaba como miembro del jurado calificador de las películas participantes. Fueron días intensos que me llevaron desde mi cuarto de hotel a las salas de proyección en medio de numerosos encuentros y entrevistas con cineastas y jóvenes estudiantes de cine que se acercaban. Algunos, para conocerme, hacerme preguntas sobre determinados episodios de mi vida, sobre el cine y la marcha del festival. Otros, para darme a conocer los avances de sus tesis de grado y plantearme asuntos complejos que relacionaban las imágenes cinematográficas con las nuevas tecnologías y las percepciones de, hasta entonces, para mí, insospechadas dinámicas sociales.
Era como adentrarme en caminos poco frecuentados, en una inquietante espesura por la que aquellos jóvenes entraban y salían, sin embargo, con una agilidad que me dejaba perplejo y aturdido.
Pero agradecía los contactos porque me permitían tomar el pulso no solo del festival sino de las búsquedas y conocimientos técnicos de los estudiantes, sus tendencias y disposiciones creativas e intelectuales, su capacidad para asumir y comprender las exigencias que imponen las nuevas tecnologías y, lo más importante, saberlas ajustar a sus discursos narrativos en el momento de realizar sus películas. ¡Una nueva manera de ver y de observar al mundo!
Intuí que lo que aquellos jóvenes buscaban en mí se relacionaba con el tiempo, con mi propio tiempo. Quiero decir que mi presencia podía entenderse como la respuesta a la pregunta: ¿Por qué están ellos allí? Lo digo sin arrogancia. En cierto modo, yo representaba una parte si se quiere mínima, discreta, pero atractiva de una historia, la mía, que ellos no llegaron a conocer o a vivir pero que explica el por qué estaban en ese festival. Yo estuve antes que ellos visionando películas, tal vez ya olvidadas, y elaborando, también, complicadas teorías sobre el poder de las imágenes. Era el trozo de vida que necesitaban conocer para terminar de armar sus propias vidas, el soplo que avivó la llama que ellos no encendieron pero encontraron viva y trémula y han sabido mantener desafiando al tiempo, alimentándola con nuevas reflexiones, animándola con nuevos impulsos a pesar de las dificultades por las que atraviesa el país.
Aceptemos que posiblemente se trata de jóvenes altivos y díscolos, pero conmigo se mostraron serenos y respetuosos y llamaban “maestro” a quien como yo anda tanteando el mundo sin saber muy bien de qué se trata todo esto que bulle y se agita a mi alrededor; pero reconocí que, gracias a ellos, aprendía a ver, a sostenerme, a encontrar el hilo que me conducirá a alguna de las salidas que tienen los laberintos del espíritu.
En este sentido, Mérida fue más que un descubrimiento. ¡Fue una revelación! Tampoco resultó ser un camino solo de ida sino un camino que se recorre también en sentido inverso. Los jóvenes, en realidad, van; vienen hacia mí, es cierto, pero van y yo con ellos.
Por eso entendí que vivo gracias a esos jóvenes, pero ellos también parecen necesitarme para complementarse. Hacen como las computadoras: seleccionan, copian, pegan trozos de vida para reforzar las suyas, estructuran sus tesis de grado, superan tal vez el irritante peso académico de las tesis de grado que acartona y arruina la frescura de proposiciones más atractivas, desafían la incomprensión de los adultos.
Recordé la aventura de un amigo mío: para evitar que asomara entre él y su hijo adolescente la brecha generacional, impuso la norma de escuchar música con los audífonos a fin de no imponerla y perturbar al otro, pero un día faltó a su propia norma y el hijo escuchó una música que le llamó la atención. Una obra del polaco Penderecki. El padre explicó de qué se trataba y desde ese momento, el hijo inició una exploración hacia atrás que algún día, tal vez, lo llevará a la monodia de Monteverde mientras el padre comenzó a seguir los pasos musicales del hijo aceptando el rock duro para llegar hasta donde fuese que lo llevasen. A través de la cultura logró el milagro de vencer una brecha generacional que tanto agobio y frustraciones ha originado en el seno de muchas familias.
Adquirí conciencia de que, cercano a los noventa años, tengo que cuidarme, organizarme mejor, vivir más y mantener mi propia calidad de vida, no obstante las dificultades que significa vivir en Venezuela, porque siento que necesito a esos jóvenes y ellos a mí. ¡Que somos valiosos! Que debo tenderles la mano cada vez que sea necesario. Porque está en juego no solo la satisfacción de nuestras propias vidas, sino el futuro que ellos cargan consigo como una llama que no se apaga nunca.

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